Padre Santiago Ramírez
Pbro. Adalberto González González
Ya era tarde cuando llegué al pueblo en el que iba a dar mi Magisterio. Era un año, terminado el Curso de Filosofía, en que nos mandaban como Maestros a alguna población para dar clases de Primaria. Traía yo una enfermedad, y pasé acostado toda la mañana en mi pueblo, pero como debía llegar a presentarme por la tarde, como pude me fui y arribé al lugar destinado para dar mi Magisterio.
Me dirigí al Curato, enorme, lleno de arcos y de cuartos, y me senté en un equipal. En eso, salió el Padre Santiago y me preguntó:
-¿Eres de los Profes de este año?-
-Sí, Padre, le contesté, pero vengo de mi casa con temperatura-.
(Yo conocí al Padre Santiago de seminarista y como artista pintor). Luego me dijo: “Ahorita vengo”. Y fue a su casa, una casa pequeña de Vicario. El papá y la mamá del Padre me recibieron como a un hijo y me ofrecieron una comida muy limpia, y la señora hasta me preparó un estafiate.
En realidad, la casa no se veía tan pequeña, debido a las pinturas del Padre, que le daban un aire sano y hasta moderno. “No te apures, ahorita vuelvo”, volvió a decir el Padre, y pronto regresó con un Médico que me palpó y determinó mi infección. Era domingo, y el Padre se dirigió a sus labores en el templo. Entonces, su papá se dedicó a platicar conmigo.
Fue la primera impresión que tuve del Padre Santiago; un Sacerdote entregado a su trabajo y con su afición a la pintura, que me impresionó con sus diez o doce cuadros, todos originales, y como queriendo salir del realismo de su tiempo; buena combinación de colores y un dibujo muy limpio. Por cierto, la época coincidía con el florecimiento del arte del Padre Jesús Cardona, con esa tendencia de romper con el realismo y meterse al expresionismo.
Así lo daba a entender un “Apocalipsis” que hizo como seminarista Cardona y que estaba en el testero del Teatro del Seminario Mayor; un “San Felipe de Jesús”, colocado en el salón de juegos de la Facultad de Teología; una “Última Cena”, en el Comedor, y una “Guadalupana”, en Oficinas del Arzobispado… Claro, había otros seminaristas a los que les dio por pintar, y después recargaron los templos con sus pinturas.
Esa era precisamente una de las ideas que yo llevaba por desarrollar en mis tiempos libres del Magisterio, y así lo hice, no sin recibir alguna advertencia de que dejara eso. Por aquellas fechas se propagó en las riberas del Lago de Chapala un movimiento de pintores, varios de los cuales llegaron a alcanzar prestigio, por lo menos en sus lugares de origen. Incluso una escritora cobró fama mundial.
Yo creo que en el silencio y en sus ratos libres pintaba el Padre Ramírez. Recuerdo un Cristo que me llamó especialmente la atención: blanco todo el torso, y delineadas finamente las costillas… Sería el blanco de la muerte… Y lo demás, el lineamiento de las narices, los ojos y pupilas como un huevo cerrado; pero todo de una exquisita factura.
Años después, ya aquí en el Albergue Trinitario Sacerdotal, me quedé un rato con él, que estaba solo y tendido. No había más que un cirio pascual prendido y la austeridad de los que aquí vivimos. Entonces empecé a pensar en nuestro sacerdocio. Morirse no es más que eso: morirse. Aunque se intente con la mano detener la muerte, uno se va y no hay más.
Y seguía cavilando en el atrevimiento de haber escogido uno el sacerdocio; la valentía del sacerdocio, con el manto de la soledad cubriéndonos, pero con la compañía de nuestro Hermano Jesucristo arropándonos, de nuestra Madre María alentándonos, y de San José dándonos fortaleza.
Tuvimos el atrevimiento de celebrar Misa y traer a nuestro hermano de los Cielos; el atrevimiento de confesar hombres; de caminar y andar en las cumbres del lirismo sagrado, no como elemento literario ni como poetas, sino como hombres que se gloriaban en la montaña y se morían en las caídas. Ungidos, y con todos los matices de nuestras vidas, acompañar al hermano a las puertas enormes de la Gloria. El atrevimiento de decir otra palabra de vida; de la amonestación dolorosa pero sanadora, a la alegría de la risa aunque estemos sumidos y rodeados de lágrimas. La osadía de ir de un pueblo a otro pueblo y mantenernos en lo nuestro; de ser, a veces, alabanza o despecho de nuestra gente al tratarnos; de estar desnudos ante el amor y el odio, la locura y la sabiduría…
Así me pareció que tenía su cara, recta, callada y serena Don Santiago.
¿Quién eres? ¿Qué haces? ¿A dónde te diriges? Hasta aquí, Señor. Me dejaste. De aquí en adelante, ¡vida!
Y me salí. En vano, busqué algún pariente suyo…
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