Por Fernando Pascual
El pronóstico no había anunciado lluvia. Las gotas llegaron por sorpresa. Por eso fueron recibidas como un especial regalo de Dios.
Porque en muchos lugares de la tierra la lluvia cae como una bendición. Plantas, insectos, pájaros, mamíferos salvajes y domésticos, esperan ese don magnífico.
Un creyente sabe que el Padre hace brillar el sol y llover sobre justos e injustos (cf. Mt 5,45). Si nada ocurre sin su permiso, tampoco la lluvia llega por casualidad.
Por eso, cuando las gotas levantan un murmullo entre las hierbas y los árboles, en los techos y las ventanas, el corazón siente una gratitud inmensa.
Sí: esta lluvia bendita, llegada suavemente o con la energía de un chaparrón que lo limpia todo, refresca, sostiene, alimenta a quienes compartimos vida en esta tierra.
Por eso, mientras los ojos observan el ritmo de las gotas, el crujir de las ramas, los saltos entre los charcos y la oscuridad provocada por nubes generosas, el alma mira hacia el cielo y susurra, sencillamente, ¡gracias!
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