Pbro. José Marcos Castellón Pérez
A principios del siglo VII, el emperador bizantino Heraclio había conseguido la reconquista de Jerusalén, Damasco y Alejandría, que habían caído en manos de sus enemigos. La fuerza militar y el ánimo cuasi cruzado, que caracterizaron la empresa del emperador, lograron que los persas, los eslavos y ávaros desistieran de sus pretensiones de invasión al potente Imperio Romano de Oriente. Sin duda, un factor importante fue el influjo espiritual del patriarca Sergio de Constantinopla.
Para el patriarca constantinopolitano no bastaba el poder militar para contener a los enemigos externos, a los que se unía el fanatismo del naciente Islam, había que mantener también la unidad doctrinal y la paz dentro del Imperio. Para lograrlo, pensó en que se debía llegar a una formula de conciliación entre los monofisitas y la ortodoxia católica. Los monofisitas negaban la naturaleza humana de Cristo, absorbida por la naturaleza divina. El patriarca Sergio enseñaba que a causa de la unión personal que existe entre la naturaleza divina y la naturaleza humana en la única persona del Verbo eterno, existiría en Jesucristo una sola voluntad, lo que supone que habría una sola energía, una manera de obrar única, lo que se llamó monotelismo.
Con esta postura intermedia, pensaba el patriarca que conseguiría calmar los ánimos y lograr así la unidad doctrinal, establecer la paz interna del Imperio y el reforzamiento del poderío militar. Con el monotelismo se admitía la distinción y unidad entre las dos naturalezas, la humana y la divina, de Cristo, unidas de forma personal en el Verbo divino, conforme a la doctrina del Concilio de Calcedonia, y por otra parte, también se satisfacía la doctrina monofisita, pues una sola voluntad sería el símbolo de la unidad perfecta en Cristo.
El emperador Heraclio vio con buenos ojos la doctrina de Sergio y la consideró como la panacea de la unidad deseada, dándose a la tarea de imponer esta doctrina por todos los medios. Pero esta pretendida formula de conciliación no satisfizo a la parte católica, mientras que los monofisitas la aceptaron, aunque con algunas reservas. Especial oposición tuvo el monotelismo en los monasterios; en Palestina los monjes Antíoco, Sofronio y Máximo se opusieron con vehemencia. Sofronio fue nombrado patriarca de Jerusalén y desde su autoridad defendió la fe católica, afirmando que en Cristo existe una sola persona, la divina; dos naturalezas, la humana y la divina y, por consiguiente, dos operaciones, que es por lo que se distinguen las dos naturalezas. También gran defensor de la ortodoxia fue San Máximo Confesor, que junto con el Papa Martín I, sufrió el destierro y la persecución hasta su muerte.
La solución la daría el tiempo y la muerte de dos emperadores y dos patriarcas de Constantinopla monotelistas, que habían impuesto por la fuerza la confesión hereje. Después de muchos avatares que involucraron incluso al Papa Honorio, por fin se celebró un Concilio Ecuménico en Constantinopla en el 680-81, que dio por terminada la herejía monotelista, considerada la última herejía cristológica.
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