Andrea Tornielli – Ciudad del Vaticano
"Todo lo mío es tuyo" (Lc 15, 31), dice el padre a su hijo mayor. Y se refiere no sólo a los bienes materiales, sino también a compartir su propio amor y compasión. Este es el mayor legado y riqueza del cristiano. Porque, en lugar de medirnos o de clasificarnos en función de una condición moral, social, étnica o religiosa, podemos reconocer que hay otra condición que nadie puede borrar o aniquilar, porque es un don puro: la condición de los hijos amados, esperados y celebrados por el Padre".
Es uno de los comentarios que el Papa Francisco propuso hoy en Rabat en la homilía que siguió a la proclamación del Evangelio con la parábola del Padre misericordioso más conocido como el del Hijo Pródigo. Una parábola incómoda tanto para nosotros hoy, como para los hombres y mujeres de los siglos pasados. Una parábola difícil de entender y aún más difícil de aceptar. ¿Por qué espera ansiosamente el Padre al hijo menor que rápidamente ha despilfarrado y malgastado la mitad de las riquezas paternas obtenidas antes de darle la herencia? ¿Por qué el Padre acoge con los brazos abiertos a ese hijo apestoso que se había reducido a comer con los cerdos después de una vida desordenada? ¿Por qué organizó una gran fiesta para su regreso? ¿Por qué casi no le permitió hablar, acusarse de sus pecados, humillarse a sí mismo al enumerarlos? ¿Por qué no lo pone en cuarentena, lo obliga a hacer una penitencia justa, le impone un período de reeducación como nosotros lo hubiéramos hecho?
En la respuesta a estas preguntas se encuentra el corazón del mensaje de la misericordia divina, libre y sobreabundante. El de un Dios para el que no hay puros ni impuros, sino que todos son ayudados a levantarse si se dejan abrazar. Un Dios que no tiene miedo de entrar en la oscuridad del pecado, que busca toda oportunidad para perdonar. Una característica divina, la de la misericordia, lejos de nuestra mezquindad y de nuestros cálculos.
Digámoslo también: todos nos encontramos en la actitud del hijo mayor, que reacciona mal a este amor gratuito y desbordante del Padre por el otro hijo. Ese hermano menor que conocía el abismo del pecado y regresó con la esperanza de ser readmitido no a la mesa de su padre, sino a la de los sirvientes de la casa. Y en cambio se encontró abrazado, volviendo a ser - sin merecerlo según los cálculos humanos- un hijo pleno, receptor de un amor que nunca había sido interrumpido y, del que él y sólo él, había querido separarse.
Hay, en esta parábola, tan difícil de aceptar para muchos de nosotros "hijos mayores" que nos consideramos superiores, observadores, diferentes de los “impuros” pecadores, una gran enseñanza. El hijo mayor está llamado a participar en la fiesta del hermano reencontrado y, sobre todo, a reconocer que su mayor herencia y riqueza es precisamente participar -y tratar de hacer suya- esta misericordia sin fin.
Publicar un comentario