Un niñito se quedó largo rato, mirando hacia arriba, mientras el globo, que había tenido cogido de un hilito, se le soltó y se elevó más y más y más, hasta hacerse chiquito, un puntito que desapareció. Fue cuando la fascinación de verlo volar dio paso a la comprensión de que su amigo el globo, de cuya compañía había gozado todo el día, ya nunca volvería, y el chamaquito rompió a llorar.
Tal vez hay quien imagine que algo así le pasó a los Apóstoles cuando Jesús ascendió al cielo y ellos se quedaron mirándolo fijamente, “viéndolo alejarse” (Hch 1, 10). Él les había dicho en varias ocasiones que se iba a ir al Padre, y que debían alegrarse. Cabe suponer que más de uno pensó: ‘¿cómo voy a alegrarme de que se vaya al cielo si ahora lo tengo cerquita, lo veo cuando quiero?’ Y cuando por fin lo vieron ascender, seguramente en lugar de alegrarse sintieron ganas de llorar, creyendo que perdían a Su Maestro y Amigo para siempre. Pero no fue así, porque muy pronto descubrieron que Jesús estaba más cerca y más presente.
Es que irse al cielo no significaba alejarse, sino entrar en otra dimensión, no limitada por nada. Antes, cuando estaba físicamente entre ellos, tal vez lo buscaban y no lo encontraban: se había ido a otro pueblo, o estaba atendiendo a un necesitado, o estaba orando, o incluso durmiendo. Después de la Resurrección, podía aparecerse donde ellos se hallaban, aunque estuvieran encerrados, pero lo seguían viendo en un sitio específico. En cambio, a partir de Su Ascensión, aunque no lo veían, permanecía con ellos siempre, a todas horas, tal como lo había prometido (ver Mt 28, 20). Invisible, no ausente.
Tuvieron que ir aprendiendo a captar Su nueva manera de estar, volverse sensibles al modo como les manifestaba Su presencia, Su amor, Su voluntad, y sin duda comprobaron que, como siempre, lo que les dijo era verdad: que hubiera vuelto al Padre, que estuviera en el cielo, era razón para alegrarse.
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Compartimos su alegría, no tenemos nada que envidiarles, porque al igual que los Apóstoles, disfrutamos de la presencia del Señor cada día. Como ellos, tampoco nosotros lo vemos, pero al igual que ellos, lo sabemos con nosotros. Sabemos que nos mira, que nos escucha aunque le hablemos sin siquiera abrir la boca. Sabemos que nos fortalece y sostiene con Su gracia. Y sabemos que está presente, no sólo de manera espiritual en nuestra vida, sino también de manera real, en Cuerpo y Sangre, Alma y Divinidad, en la Eucaristía.
Que Jesús esté en el cielo es un gran consuelo, porque así como tenemos la certeza de que a donde sea que vayamos hay cielo, así también tenemos la seguridad de que a donde quiera que estamos, está Él. Nunca nos deja.
Ahora bien, cabe aclarar algo, porque tal vez eso de que Jesús esté siempre presente, a alguien pueda darle miedo, le haga considerarlo una especie de ‘inspector’ que tiene a todos ‘checaditos’. No es así.
Aprovechando que empezamos el mes de junio, que la Iglesia dedica al Sagrado Corazón de Jesús, cabe recordar que Aquel que está siempre presente en nuestra vida, no es un juez castigador que anota cuanto hacemos para después castigarnos, sino nos juzga siempre con benevolencia y amor.
Nosotros consideramos el corazón la sede del amor, regalamos corazoncitos rojos como símbolo de afecto. En la Biblia, el corazón es la sede de la voluntad. Ambos significados bien pueden estar presentes cuando hablamos del Corazón de Jesús, que nos muestra Su amor y Su voluntad de amarnos a pesar de todo.
Cuando Jesús mostró Su Corazón, coronado de espinas y traspasado por una lanza, a santa Margarita María Alacoque, le dijo: “He aquí el Corazón que tanto ha amado a los hombres y sólo recibe ingratitudes”, pero no añadió “por eso ya no los voy a amar”. Él permanece fiel a pesar de nuestra infidelidad.
Que celebrar la Ascensión en este mes dedicado al Sagrado Corazón, nos mueva a recordar que aunque ascendió, no está lejos el Señor, sino “intercediendo por nosotros” (Heb 9, 24), y lo hace desde el fuego inextinguible de Su amor.
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