–Dice usted que los cristianos son santos… ¿Todos?… A ver, tendrá usted que explicarlo un poco.
–Me propongo explicarlo no un poco, sino plenamente y a la luz de las Escrituras y de la Tradición cristiana.
Cuando se estropea gravemente un motor, por ejemplo, de un auto, hay dos posibilidades: una, arreglar el motor, si es que tiene arreglo; dos, poner en su lugar un motor nuevo. De modo análogo, cuando el ser humano creado por Dios se estropea muy gravemente en alma y cuerpo por el pecado original, Dios puede sanarlo arreglando sus averías mentales, volitivas y corporales, y dejándolo como nuevo, en su ser original; pero también puede crear un hombre nuevo, con nuevas facultades de conocimiento y de querer, la fe y la caridad, haciéndolo participante de la naturaleza divina de un modo sobre-natural, sobre-humano, por la vida de la gracia. Y esta segunda es la opción que Dios elige.
Pero vayamos por partes.
–Sólo Dios es santo
La santidad es condición exclusiva de Dios. La sagrada Escrituraafirma muchas veces que la santidad es la majestuosa condición espiritual propia de la eterna naturaleza divina. Dios es santo, y sólo él es santo (Lev 19,2; Is 6,3; Sal 98).
Es evidente, pues, que la santidad es sobrenatural, y por tanto sobrehumana. Excede no sólo la posibilidad humana de obrar, sino la misma posibilidad de su ser. Todas las criaturas, y el hombre entre ellas, aparecen en la Biblia como lo no-santo (Job 4,17). Pero Dios Santo puede santificar al hombre, que es su imagen, haciéndole participar por gracia sobrenatural de la vida divina. Y así lo confesamos en la misa: «Santo eres, Señor, fuente de toda santidad» (Pleg. euc. II); tú, «con la fuerza del Espíritu Santo, das vida y santificas todo» (III). ¿Y cómo Dios santifica al hombre?
–Jesús es santo
Sólo Jesús entre los hombres es santo: «el hijo engendrado será santo, será llamado Hijo de Dios»(Lc 1,35). El es el «santo siervo de Dios» (Hch 3,14s; 4,27.30). Los hombres ante Jesús –como Isaías ante el Santo– conocen y reconocen su condición de pecadores (Is 6,3-6; Lc 5,8). Pero Cristo va a santificar a los hombres por su encarnación, por su pasión y resurrección, por su ascensión y por la comunicación del Espíritu Santo (Jn 17,19).
–Los cristianos somos santos
Somos santificados por «la unción del Santo» (1Jn 2,20; cf. Lc 3,16; Hch 1,5; 1Cor 1,2; 6,19). Al comienzo de la Iglesia se llama «santos» a los cristianos de Jerusalén (Hch 9,13; 1Cor 16,1); pero pronto viene a ser nombre común de todos los fieles (Rm 16,2; 1Cor 1,1; 13,12). Se trata ante todo, está claro, de una santificación ontológica, la que afecta al ser; y es ésta justamente la que hace posible y exige una santificación moral, la que afecta al obrar. El nuevo ser exige un nuevo obrar (operari sequitur esse). «Sed santos, porque yo soy santo» (Lev 19,3; 1Pe 1,16).
Los hombres que han sido «engendrados por la Palabra viva y permanente de Dios» (1Pe 1,23), habiendo nacido de nuevo «del agua y del Espíritu» (Jn 3,5), han sido hechos «participantes de la naturaleza divina» (2Pe 1,4), y reciben lógicamente la exhortación imperativa del Primogénito: «sed perfectos, como perfecto es vuestro Padre celestial» (Mt 5,48). Por tanto, «ésta es la voluntad de Dios, vuestra santificación» (1Tes 4,3; cf. 2Cor 7,1; Ap 22,11). Y la gracia de Dios que ha sanado y elevado a un orden sobre-natural la naturaleza del hombre, es la gracia que asiste continuamente al santificado para que pueda vivir santamente. «Santo eres, Señor, fuente de toda santidad»… (Pleg. euc. II).
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–Elevación ontológica
Muchos entienden la santidad cristiana como uno de los caminos morales que se le ofrecen al hombre, quizá el mejor, para que viva la vida humana en su forma más excelente. Grave error. Es mucho más que eso. La santidad cristiana no es simplemente una forma excelente de vivir la vida propia de la naturaleza humana. La santidad es en sí misma una vida sobre-humana, sobre-natural. Es decir, Jesucristo salva al hombre comunicándole por el Espíritu Santo una vida sobre-humana. Por eso la santidad consiste primariamente en una elevación ontológica, en una re-creación de nuestro ser.
Los cristianos somos realmente «hombres nuevos», «nuevas criaturas» (Ef 2,15; 2Cor 5,17), «hombres celestiales» (1Cor 15,45-46), que realmente han vuelto a nacer, esta vez no de la carne y la sangre, sino «nacidos de Dios», «nacidos de lo alto», «nacidos del Espíritu» (Jn 1,13; 3,3-8). Del nacimiento (natus) viene la naturaleza (natura). Y nosotros, que nacimos una primera vez de otros hombres, y de ellos recibimos la naturaleza humana, después en Cristo, renacidos en la Iglesia por el agua y el Espíritu, hemos nacido una segunda vez del Padre celestial, recibiendo de Él una participación nueva en la naturaleza divina (1Pe 1,4).
La santificación obrada por la gracia de Cristo no produce, pues, en el hombre solamente un cambio accidental (como el hombre alcohólico, que ya libre de su adicción, sigue siendo él mismo, pero sobrio). El cambio accidental puede sanar, pero no cambia el ser de la naturaleza humana. Por el contrario, la santificación cristiana no es algo que afecte sólo al obrar (el bebedor que se hace sobrio), sino que es ante todouna transformación ontológica, que afecta a la misma naturaleza del ser humano. Vuelve el hombre a nacer. Recibe por gracia divina una nueva naturaleza, dotada de nuevas facultades de conocer, la fe, y de amar, la caridad, por las que participa de un modo cualitativamente nuevo del conocer y amar del mismo Dios. Ya no se rige el cristiano meramente por la razón y la voluntad, sino por «la fe operante por la caridad» (Gal 5,6). Esas virtudes, por la gracia del Espíritu Santo, perfeccionan la vida humana, elevándola a un orden de ser nuevo, a una vida sobre-humana, sobre-natural.
El hombre viejo, el terrenal, el que fracasó por el pecado, fue creado de este modo al comienzo del mundo: «formó Yavé Dios al hombre del polvo de la tierra, y sopló en su rostro aliento de vida, y fue el hombre ser animado» (Gén 2,7). De modo semejante ahorael hombre nuevo, el celestial, en la plenitud de los tiempos, es formado por Jesucristo, el segundo Adán: «sopló sobre ellos y les dijo: “recibid el Espíritu Santo”» (Jn 20,22). De este modo, «el primer hombre, Adán, fue hecho alma viviente; el último Adán [Cristo], espíritu vivificante. El primer hombre fue de la tierra, terreno; el segundo hombre fue del cielo. Cual es el terreno, tales son los terrenos; cual es el celestial, tales son los celestiales» (1Cor 15,45. 47-48). «Vosotros, pues, hermanos santos, que participáis de la vocación celeste, considerad al Apóstol y Pontífice de nuestra confesión (Heb 3,1).
–Ésta es la vocación cristiana en los Santos Padres
Los Padres antiguos fueron muy conscientes de esta maravillosa realidad. San Juan Crisóstomo: Cristo «nació según la carne para que tú nacieras en espíritu; él nació de mujer para que tú dejases de ser hijo de mujer» y vinieras a ser hijo de Dios (MG 57,26). San Agustín: «Dios manda esto: que no seamos hombres. A no ser hombre te llamó el que se hizo hombre por ti. Dios quiere hacerte dios» (ML 38,908-909).
La misma doctrina, aunque en diferente perspectiva, la hallamos en otros Padres, como en San Ignacio de Antioquía, que refiriéndose a la perfecta unión con Cristo en el cielo, dice: «llegado allí, seré de verdad hombre» (Romanos 6,2). El sentido es claro: si el hombre es «imagen de Dios», por el pecado ha desfigurado profundamente su propio ser; ha hecho de sí mismo una caricatura de hombre. Por eso el cristiano, al haberse configurado plenamente a Jesucristo, es quien de verdad llega a ser hombre: inicialmente en la tierra por la vida de la gracia, y plenamente en el cielo por la vida en la gloria (Vat.II, GS 22b; 41a).
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Ningún humanismo autónomo puede producir realmente un «hombre nuevo». Como el mundo está harto de «lo viejo», es decir, de sí mismo (hombres viejos, planteamientos, problemas, conductas y vicios viejos, Ef 4,22), prodiga la fascinante terminología de «lo nuevo» (nuevo modelo, nuevo régimen, nueva línea, nuevos filósofos, hombre nuevo, cambio, nueva sociedad, un estilo nuevo, etc.) En realidad son variaciones sobre el mismo tema, son «los mismos perros con distintos collares».
Conozcamos bien que fuera de Cristo no hay en el mundo nada nuevo (Ecl 1,9-10). En la historia de la humanidad la única novedad, la única Buena Nueva, es Jesucristo, nacido de Dios y de María. Y el Espíritu Santo, que Jesucristo comunica desde el Padre, es el único que de verdad renueva la faz de la tierra; el único que en su omnipotencia divina es capaz de crear nuevos seres, modos nuevos de pensar, de obrar y de vivir, nuevos caminos, nuevas formas e instituciones.
El pelagianismo actual afecta hoy con frecuencia a los cristianos, haciéndoles buscar «un nuevo nacimiento» en terapias naturales de muy diversas modalidades psico-somáticas. Ya traté de esto anteriormente (60)(( mmm )). Es una forma de apostasía, pues «maldito es el hombre que en el hombre poner su confianza y aleja su corazón del Señor» (Jer 17,5). Sin embargo, en algunos Centros Católicos de Espiritualidad, conventos, casas de retiros y de ejercicios, parroquias, se promocionan estos métodos. En los últimos decenios es relativamente frecuente que estos Centros ofrezcan, junto a reuniones bíblicas o ejercicios espirituales, una serie muy variada de terapias naturales: eneagrama, meditación transcendental, reiki, técnicas individuales o comunitarias de autorrealización, yoga, zen, energía positiva, rebirthing, dinámicas de grupo, sofrología, yosoki, libros de autoayuda y de autoliberación interior, etc. etc. etc. New Age. Palitos de incienso, salas con moqueta y luz indirecta, donde a veces quedó colgado un crucifijo o una imagen de la Virgen María –un descuido–… Se aconseja «traer ropa y calzado cómodos».
Y estas ofertas van acompañadas de altísimas promesas, en las que vienen a describirse nuevas maneras de santidad y de nuevo-nacimiento. Transcribo de algunos programas publicitarios:
«Es una técnica liberadora de las tensiones psíquicas y de la dispersión mental como camino que facilita el sereno acceso a la identidad personal. Facilita una paciente y sosegada escucha del lenguaje del cuerpo, como recuperación del silencio y de la unidad. Enseña a escuchar la experiencia, a ver la realidad como es (vispassana)». «Los retiros [les llaman retiros] de yoga, reiki y sofrología caycediana son encuentros de trabajo y profundización personal, así como de iniciación en estos procesos de crecimiento, que generan una profunda paz y bienestar, así como una gran revitalización, equilibrando la energía, despertando la consciencia, serenando la mente, armonizando los chacras [es importante], despertando la vida del ser, elevando el alma, ayudando a crecer y dar los pasos necesarios en el momento de la vida en que cada uno se encuentra… Desomatiza lo negativo, somatiza lo positivo. Equilibra todo el sistema energético, generando un agradable estado de cálido bienestar y confianza interior. Actualiza las potencialidades dormidas o paralizadas. En un ambiente tranquilo y apacible, como es el monasterio de N. N… Comida vegetariana»… Página web, números de teléfono, e-mail de contacto, y quién sabe si la Misa se incluye en el pack. Organización perfecta. Eso sí, a veces los dichos cursillos son caros. Pero merece la pena: lo que vale, cuesta.
Quienes promueven estos caminos de perfección y participan en ellos, están sirviendo objetivamente en una u otra medida al diablo, al Padre de la Mentira, aunque en muchos casos no sea ésa su intención.
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Al margen del cristianismo, todo es tremendamente viejo y caduco. Y si el mundo no se derrumba del todo, es por la Iglesia de Cristo. Como decía un cristiano del s. II –cuando los discípulos de Cristo sufrían marginación civil, persecución y catacumbas–, «lo que es el alma en el cuerpo, eso son los cristianos en el mundo… Los cristianos están presos en el mundo, como en una cárcel; pero son ellos los que mantienen la trabazón del mundo» (Cta.a Diogneto VI).
Y en este sentido conviene decir de paso que la palabra «aggiornamento» de la Iglesia resulta más ambigua de lo deseable, a no ser que el «oggi» no se refiera al mundo actual, sino a nuestro Señor y Salvador Jesucristo, que «es el mismo ayer y hoy y por los siglos» (Heb 13,8).
Como ya dije hace poco en otro artículo (348), pero déjenme que lo recuerde aquí, los cristianos primeros entienden perfectamente que el mundo está viviendo en «la vieja locura», como dice Clemente de Alejandría (+215, Pedagogo I,20,2), vieja locura de la que ellos han sido felizmente liberados por el Evangelio. Entienden que el mundo es «lo viejo», es lo de siempre; y que el cristianismo es «lo nuevo», la verdad ignorada, liberadora y deslumbrante: la Buena Noticia. Evangelizar es para ellos iluminar con la luz de Cristo a unos hombres «que viven en tinieblas y sombras de muerte» (Lc 1,79).
Y es que «nosotros sabemos que el Hijo de Dios ha venido y nos ha dado inteligencia para que conozcamos al Verdadero [el Padre]. Nosotros estamos en el Verdadero, en su Hijo Jesucristo. Éste es el Dios verdadero y la vida eterna» (1Jn 5,20-21).
José María Iraburu, sacerdote
Post post.– Aunque lo declarado en este artículo es tan fundamental en la fe, son muchos los cristianos que lo ignoran o que llegan a negarlo; incluso Cardenales de la Santa Iglesia romana. Algunos de éstos hay –lo hemos visto hace poco– que, cuando tratan de la disciplina pastoral más conveniente para matrimonios, adulterios y otras uniones irregulares, pareciera que están pensando en hombres que son meramente hombres; y no en hombres que han vuelto a nacer como hijos de Dios, y que propiamente son cristianos.
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