Por Felipe Monroy
El genial Chesterton afirmó que la Biblia pedía amar a tanto a los enemigos como a los vecinos porque en general suelen terminar siendo las mismas personas; y la reflexión cae a cuento porque en el presente proceso electoral las instituciones religiosas parecen estar obligadas a convivir con la política electoral tanto por vecindad como por imbricadas asociaciones.
En los últimos meses, las estrategias políticas de diferentes grupos han querido involucrar a las instituciones religiosas al feroz ritmo de las campañas electorales. En algunos casos lo hacen de manera casi corporativa mediante asambleas enteras de fieles que entran de cuerpo entero en plataformas de ciertos candidatos; y en otros, más sutiles, mediante estrategias de miedo o de presión para que otros grupos de creyentes detonen a favor o en contra de los aspirantes.
En los días previos al segundo debate de los candidatos a la presidencia de la República se divulgó la noticia de un supuesto panfleto (del que sólo se conoce la fotografía en redes sociales) donde presuntamente un partido político agrede los sentimientos religiosos de un particular credo. Sin ninguna prueba física o alguna otra fuente fidedigna de veracidad, el tema creció incontrolable hasta propiciar un posicionamiento de la Iglesia católica. Los obispos de México afirmaron que el panfleto comenzó a circular en redes sociales y, aunque reconocieron que desconocían incluso su origen, no impidió que con su autoridad reprobaran «que se utilice como instrumento de discordia» y pedir a las autoridades competentes «investiguen estos hechos, y no permitan que circule ningún tipo de propaganda electoral que contenga imágenes o símbolos religiosos venerados por gran parte del pueblo de México».
Días más tarde, otro organismo de una asociación religiosa rechazó que sus miembros hicieran peticiones de datos personales y promesas de entregas de despensas u otras ayudas económicas a instituciones, fundaciones o agrupaciones religiosas. Detrás de estas denuncias sin duda se encuentra alguna estrategia electorera que utiliza organizaciones religiosas (de alta confianza para el mexicano promedio) para hacerse de adherentes, votos potenciales o padrones espurios para partidos políticos (que sin quizá son las instituciones de menor confianza entre los ciudadanos).
Sin embargo, también hay grupos o iglesias que aprovechan los espacios doctrinales para inducir el voto de sus fieles. Se hace de manera velada o francamente abierta, con y sin riesgo de ser señalados ante las autoridades electorales de actos violatorios del proceso electoral. Como decía Chesterton: enemigos y vecinos a veces son las mismas personas.
El tema delicado es que la política y las asociaciones religiosas están, más que nunca, obligadas a convivir en un momento de alta tensión social, en medio de campañas de odio, mentira, tergiversación, señalamientos y marrullerías.
El peligro es que grupos religiosos enteros pueden estar vulnerables a los efectos de la mentira, y no es novedad que, a pesar de los permanentes llamados a la mesura por parte de los líderes religiosos o políticos, siempre hay individuos o células radicales que contravengan el principio ético de no hacer en el otro lo que no se quiera experimentar en la carne propia.
El genial escritor de Los viajes de Gulliver, Jonathan Swift, en pleno siglo XVIII describía la mentira política como una herramienta que sólo es útil cuando hay ingenuos que desean creerla. Así, el vulgo trasmite rumores sobre la vida sexual, la salud, la riqueza o la moral de los políticos sin saber que es utilizado por los hilos del poder.
La divulgación de mentiras políticas provoca las más virulentas reacciones y, al final, no importa que se revele la verdad: para quien tiene un prejuicio inoculado al tuétano creerá la mentira hasta la ignominia. Aquí es donde la vecindad de la política y las religiones deben atender más la calidad de su convivencia pues todo fanático tiene su punto de presión; basta que lo activen para que explote revelando su verdadero rostro.
Los panfletos antirreligiosos o los intentos de captación de voto corporativo religioso pueden venir de cualquier lado y, aunque ese es un tema legal por atender, lo que importa es contemplar y explicar cómo estos fenómenos logran revelar el verdadero rostro de quienes ya están fanatizados en sus criterios ideológicos, políticos o religiosos. El arte de la mentira política lleva 400 años perfeccionándose; y resulta vergonzoso cómo la sociedad sigue conservando la misma dosis de credulidad.
Publicado en la edición impresa de El Observador 3 de junio de 2018 No. 1195
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