A 90 años de su martirio
Pbro. Tomás de Híjar Ornelas
Cronista de la Arquidiócesis
Como es sabido, el 1º de agosto de 1926 entró en vigor un Capítulo del Código Penal Federal, injertado por el presidente de la República Plutarco Elías Calles, con el visto bueno de las cámaras de Diputados y Senadores, en el que se contemplaban penas patrimoniales y corporales en contra de quienes practicaran actos religiosos fuera de los templos. Como esa legislación, apodada ‘Ley Calles’, pretendía someter al Clero a los dicterios del Gobierno, los Obispos decidieron que, a partir de su entrada en vigor y mientras no se derogara esa Ley, en señal de protesta por la misma, los sacerdotes debían abandonar los templos y ejercer su ministerio en la clandestinidad, en franca rebeldía contra la nueva legislación que, siendo de rango federal, habilitó al Ejército para reprimir y castigar a los presuntos infractores de la misma.
EJERCER EL MINISTERIO SAGRADO,
UN DELITO ATROZ
El brutal asesinato en Chalchihuites, Zacatecas, de un Párroco y tres fieles laicos, dispuesto por el Jefe Militar de esa Zona, Eulogio Ortiz Reyes, dio pie al inicio de la Guerra Cristera, pero sería hasta el 1º de enero de 1927 cuando oficialmente, bajo la coordinación de la Liga Nacional Defensora de la Libertad Religiosa, se instó a los católicos a empuñar las armas en contra del Gobierno callista. Ahora bien, el presidente Calles, que no deseaba sino medir sus fuerzas contra su bestia negra, el Clero, giró instrucciones para que los miembros del Ejército Federal procedieran con toda energía contra los Eclesiásticos que ejercieran su ministerio fuera de los templos.
Fue lo que ocurrió al anciano Párroco de Mechoacanejo, Delegación Municipal de Teocaltiche, Jalisco, en la Diócesis de Aguascalientes, aprehendido por los soldados la tarde del 26 de marzo de 1927, cuando se encaminaba a la ranchería de El Salitre a presidir la Misa y confesar a los fieles. También arrestaron a dos jóvenes que le acompañaban: Gregorio Martínez y Gil Tejeda, testigos de su viacrucis.
EL SECRETARIO DE GUERRA
Y MARINA, JOAQUÍN AMARO,
DISPUSO SU FUSILAMIENTO
Con las manos atadas a la espalda fueron conducidos a la población de Villa Hidalgo, apenas el tiempo necesario para trasladarlos a la Ciudad de Aguascalientes, y de ésta a León, donde se encontraba el General Joaquín Amaro, quien dispuso que el presbítero fuera fusilado en San Julián, Jalisco, en respuesta a la bravía participación de sus habitantes en la resistencia activa católica.
A pie, y atado a una soga sujeta a la silla de un caballo, sin haber probado bocado los días previos, los reos fueron conducidos al patíbulo, atormentados por los insultos de los milicianos, a las órdenes de un Capitán apellidado Grajeda. Era la tarde del 30 de marzo.
Antes de ser fusilado, el Sacerdote pidió permiso para decir: ““Voy a morir inocente, porque no he hecho ningún mal. Mi delito es ser Ministro de Dios. Yo los perdono a ustedes. Sólo les ruego que no maten a los muchachos porque son inocentes, nada deben”. Ciertamente, sus deseos se cumplieron, pues sus acompañantes salvaron la vida.
Consumada su “hazaña”, los soldados tiraron el cadáver del Mártir en un basurero, de donde la piedad de los lugareños lo trasladó a una vivienda, lo veló y dio sepultura.
El presbítero Julio Álvarez Mendoza, de vida virtuosa y edificante, canonizado en el año 2000, nació en el Barrio tapatío de San José de Analco el 20 de diciembre de 1866. De muy humilde cuna, ingresó al Seminario Conciliar en 1880 y se ordenó Presbítero en 1894. Los restantes 33 años de su vida sólo tuvo un destino: la Capellanía de El Divino Salvador, de Mechoacanejo, que en 1921 fue elevada al rango de Vicaría Fija y poco después al de Parroquia, agregada en 1925 a la Diócesis de Aguascalientes. En el Templo de Mechoacanejo se veneran las reliquias de San Julio.
El primer Mártir tapatío fue el Padre David Galván Bermúdez, sacrificado 12 años antes.
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