Con homilías así, normal que no vayan a misa

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Pbro. Alfonso Rocha Torres

El periodista español Álex Navajas hace una reflexión en el diario digital “ACTUALL” sobre el valor de las homilías: un mensaje directo que debe hacer reflexionar al feligrés, pero que en la mayoría de los casos solo  le aburre.
Creo que fue San Juan Bosco quien dijo que la mejor arma que empleaba el diablo para alejar a los jóvenes de Dios era el aburrimiento. Así de simple. Uno va a misa, se aburre; le hablan de las cosas de Dios, se sigue aburriendo, y deja de practicar la religión por simple y llano aburrimiento.   

Les tengo que confesar –es una apreciación personal y, por tanto, absolutamente subjetiva– que el 90% de las homilías que escucho son completamente prescindibles y aburridas. No son más que una repetición de palabras angostas y barrocas mezcladas con cierta ñoñería sensibloide e ideas generales y ambiguas que apenas nadie entiende. Ni siquiera el cura que las pronuncia.

Hay excepciones, más de uno me dirá, y es, evidentemente, cierto. Como en todo, hay sacerdotes que pronuncian homilías magníficas, vividas, experienciales y que emplean un lenguaje cercano y asequible a sus fieles.   
Pero es curioso: Cristo tomó toda la complejidad y magnificencia del Reino de Dios y la simplificó en parábolas, con el fin de que todo el mundo las entendiera. Y muchos curas han hecho exactamente lo contrario: tomar la sencillez de las parábolas de Jesús y elaborar unas predicaciones complicadísimas y aburridas.

¿Por qué no hablar con sencillez y, a la vez, con profundidad, del Reino de Dios? ¿Es posible predicar sobre lo divino sin caer en ñoñerías, en simplezas y frases hechas?
Hace unos años descubrí a varios predicadores evangélicos de Inglaterra y de Estados Unidos. Desde entonces, sigo las homilías de varios de ellos por YouTube: Nicky Gumble, Judah Smith, Rick Warren, etc. Sus predicaciones nunca duran menos de 45 minutos, pero se hacen cortas. De hecho, si en mi ciudad hubiese un sacerdote que hablase así durante sus misas, acudiría sin duda, aunque las homilías durasen tres cuartos de hora.

Hablan con pasión, con autoridad, con sencillez pero con profundidad, con veracidad, con conocimiento, con experiencia, con astucia, enraizados en el Evangelio. A veces, hasta tiran del humor. Sus predicaciones transforman, te hacen descubrir una verdad que permanecía oculta, te encienden. Son evangélicos, sí, pero comparten una gran parte del cuerpo doctrinal con el Magisterio de la Iglesia católica.
Sus iglesias crecen; los jóvenes acuden, el Evangelio es vivido, se forma comunidad. Les tengo una sana envidia. No puedo evitar compararlas con nuestras parroquias católicas, tantas veces impersonales, rutinarias, frías y meras dispensadoras de sacramentos.

Es verdad que no es, ni mucho menos, la parte más importante de la eucaristía. Pero es la que puede tener un mayor poder transformador de los corazones y las conciencias. Y, en ocasiones, pienso que no hay derecho a hacerle perder 15 minutos a los 200 fieles que asisten a la misa diciendo obviedades, ideas vagas y ambiguas, repetitivas y sin vida. Lo que no se vive no se predica. Y la predicación que no se prepara desde la oración y la vivencia realista del día a día no llega a la gente.

Por supuesto; no nos escandalicemos: entre los católicos que asisten a misa cada domingo, o incluso a diario, hay mentirosos, corruptos, violentos, fornicadores, adúlteros, criticones, odiadores, egoístas y envidiosos. Y también hay mucha gente herida por la relación con su esposo o esposa, adolescentes que se sienten solos y excluidos de su grupo de amigos, personas a la que les ronda por la cabeza la idea del suicidio, gente deprimida y cansada de vivir.

No; los 200 asistentes a misa no son ángeles. Tienen sus debilidades y sus heridas. Y el problema de los curas y de los políticos, como decía Unamuno hace ya casi un siglo, es que hablan para auditorios que consideran convencidos. Y ahí está el curilla, hablando de ñoñerías que ni él entiende y que no conectan con la vida real de los feligreses. Y el feligrés sale de misa igual que entró: con sus problemas, sus heridas y sin haber escuchado una palabra de esperanza. Si el fiel no encuentra la esperanza en la Iglesia, ¿dónde la va a hallar?
Quiero a los curas; rezo por ellos; con muchos tengo una relación de profunda amistad e intimidad, les admiro y trato de estar cerca de ellos siempre que lo necesitan. Pero falta en la Iglesia católica ese ardor, esa transmisión de esperanza y de fuerza que los feligreses necesitamos para vivir ardientemente el día a día.

Homilías vividas, apasionadas, claras, sencillas, amables, concretas, incluso amenas. Tomen nota de grandes predicadores, seguro tienen mucho que aportar.

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