A continuación el texto completo pronunciado por el Papa Francisco:
Me siento contento de estar entre ustedes. Deseo expresar mi gratitud al Cardenal Béchara Boutros Raï por las palabras que me ha dirigido y saludar con afecto al Patriarca Pierbattista Pizzaballa.
Gracias a todos ustedes por su ministerio y su servicio; en particular a ustedes, hermanas, por la obra educativa que llevan adelante en la escuela, a la que asisten tantos jóvenes de la isla, lugar de encuentro, diálogo y aprendizaje del arte de construir puentes. Gracias a todos por su cercanía a las personas, especialmente en los contextos sociales y laborales donde es más difícil.
Comparto mi alegría de visitar esta tierra, caminando como peregrino tras las huellas del gran apóstol Bernabé, hijo de este pueblo, discípulo enamorado de Jesús, intrépido anunciador del Evangelio que, pasando por las nacientes comunidades cristianas, veía cómo actuaba la gracia de Dios y se alegraba de ello, exhortando «a todos para que permanecieran unidos al Señor con firmeza de corazón» (Hch 11,23). Vengo con el mismo deseo: ver la gracia de Dios obrando en su Iglesia y en su tierra, alegrándome con ustedes por las maravillas que el Señor obra y exhortándolos a perseverar siempre, sin cansarse, sin desanimarse nunca.
Los miro y veo la riqueza de su diversidad. Saludo a la Iglesia maronita, que en el curso de los siglos ha llegado en varias ocasiones a la isla y que, a menudo atravesando muchas pruebas, ha perseverado en la fe. Cuando pienso en el Líbano siento mucha preocupación por la crisis en la que se encuentra y noto el sufrimiento de un pueblo cansado y probado por la violencia y el dolor. Llevo a mi oración el deseo de paz que sube desde el corazón de ese país. Les agradezco lo que hacen aquí en Chipre. Los cedros del Líbano se citan numerosas veces en la Escritura como modelos de belleza y grandeza. Pero incluso un gran cedro surge desde las raíces y crece lentamente. Ustedes son estas raíces, trasplantadas en Chipre para difundir la fragancia y la belleza del Evangelio. ¡Gracias!
Saludo también a la Iglesia latina, presente aquí por milenios, que ha visto crecer en el tiempo, junto a sus hijos, el entusiasmo de la fe y que hoy, gracias a la presencia de tantos hermanos y hermanas migrantes, se presenta como un pueblo “multicolor”, un auténtico lugar de encuentro entre etnias y culturas diferentes. Este rostro de la Iglesia refleja el rol de Chipre en el continente europeo: una tierra de campos dorados, una isla acariciada por las olas del mar, pero sobre todo una historia que es cruce de pueblos y mosaico de encuentros. Ninguno de nosotros está llamado a hacer proselitismo. Todos estamos llamados a la misericordia de Dios, que no se cansa de llamarnos, no se cansa de estar cercano, no se cansa de perdonarnos. Las raíces de nuestra vida cristiana están en la misericordia de Dios. El Señor no defrauda, su misericordia no defrauda. Así es también la Iglesia: católica, es decir, universal, espacio abierto en el que todos son acogidos y alcanzados por la misericordia de Dios y su invitación a amar. No hay ni debe haber muros en la Iglesia católica, es una casa común, es el lugar de las relaciones, es la convivencia de la diversidad.
¿Quién hace la unidad? El Espíritu Santo. El que pueda entender, que entienda. El Espíritu Santo es el autor de la armonía. La diversidad de los dones es la unidad armónica de la Iglesia.
Queridos amigos, ahora quisiera compartir algo con ustedes a propósito de San Bernabé, su hermano y patrono, inspirándome en dos palabras de su vida y de su misión.
La primera palabra es paciencia. Se habla de Bernabé como de un gran hombre de fe y de equilibrio, que fue elegido por la Iglesia de Jerusalén —se puede decir la Iglesia madre— como la persona más idónea para visitar una nueva comunidad, la de Antioquía, que estaba compuesta por diversas personas que se habían convertido recientemente del paganismo. Fue enviado para ir y ver qué estaba sucediendo, casi como un explorador. Allí encontró personas que provenían de otro mundo, de otra cultura y sensibilidad religiosa; personas que acababan de cambiar de vida y por eso tenían una fe llena de entusiasmo, pero todavía frágil. En toda esta situación, la actitud de Bernabé fue de gran paciencia.
La paciencia de estar dispuesto a salir constantemente de viaje, la paciencia de entrar en la vida de personas hasta ese momento desconocidas, la paciencia de acoger la novedad sin juzgarla apresuradamente, la paciencia del discernimiento, que sabe captar los signos de la obra de Dios en todas partes, la paciencia de “estudiar” otras culturas y tradiciones.
Bernabé tuvo sobre todo la paciencia del acompañamiento. No sofocó la fe frágil de los recién llegados con actitudes estrictas, inflexibles, o con requerimientos demasiado exigentes en cuanto a la observancia de los preceptos. Los acompañaba, los tomaba de la mano, dialogaba con ellos. Como un padre o una madre no se escandalizan por sus hijos, les acompañan. Dejar crecer y acompaña. El hombre de la paciencia.
Queridos hermanos y hermanas, necesitamos una Iglesia paciente. Una Iglesia que no se deja turbar y desconcertar por los cambios, sino que acoge serenamente la novedad y discierne las situaciones a la luz del Evangelio.
En esta isla es precioso el trabajo que llevan adelante en la acogida de nuevos hermanos y hermanas que llegan desde otros lugares del mundo. Como Bernabé, también ustedes están llamados a cultivar una mirada paciente y atenta, a ser signos visibles y creíbles de la paciencia de Dios que nunca deja a nadie fuera de casa, privado de su tierno abrazo.
La Iglesia en Chipre tiene estos brazos abiertos: acoge, integra y acompaña. Es un mensaje importante también para la Iglesia en toda Europa, marcada por la crisis de fe. No sirve ser impulsivos y agresivos, nostálgicos o quejumbrosos, es mejor seguir adelante leyendo los signos de los tiempos y también los signos de la crisis. Es necesario volver a comenzar y anunciar el Evangelio con paciencia, sobre todo a las nuevas generaciones.
A ustedes, hermanos obispos, quisiera decirles: sean pastores pacientes en la cercanía, no se cansen nunca de buscar a Dios en la oración; a los sacerdotes, en el encuentro; a los hermanos de otras confesiones cristianas, con respeto y solicitud; y a los fieles, allí donde viven. Y a ustedes, queridos sacerdotes, quisiera decirles: sean pacientes con los fieles, siempre dispuestos a animarlos, ministros incansables del perdón y de la misericordia de Dios. Nunca jueces severos, siempre padres amorosos. Cuando yo leo la parábola del hijo pródigo, el hermano mayor era un juez riguroso, el papá era misericordioso, imagen del Padre, siempre perdonando. De hecho, siempre te está esperando para perdonarte.
El año pasado, un grupo de jóvenes, que hacen espectáculo de la música pop, han querido interpretar la parábola del hijo pródigo, cantada con música pop. Los diálogos muy bonitos. La cosa más bella fue la discusión del hijo pródigo que quiere volver a casa: “Tengo miedo de que mi padre me cierre la puerta en la cara. No sé cómo hacer”. Pero tu padre es bueno, “pero sabes que mi hermano está allí”. El amigo le dice “haz una cosa: escribe a tu papá, dile que quieres volver a casa, que tienes miedo que no te reciba bien, que si quiere recibirte bien, que ponga un pañuelo sobre la ventana más alta de la casa, y así tu papá te dirá si te recibirá bien o no te recibe”. En el siguiente acto, el hijo va en camino, y cuando gira la senda, se ve la casa del padre, que estaba llena de signos de bienvenida. Este es Dios para nosotros, no se cansa de perdonarnos. Cuando nosotros comenzamos a decir “si, padre…”, Él nos tapa la boca. No sean rigoristas en la confesión. Cuando vean a las personas en esa dificultad (digan) “he entendido, he entendido”. Corazón de padre, como el corazón de Dios.
La obra que el Señor realiza en la vida de cada persona es una historia sagrada, dejémonos apasionar por ella. En la multiforme variedad de su pueblo, paciencia significa también tener oídos y corazón para acoger sensibilidades espirituales diferentes, modos de expresar la fe distintos, y culturas diversas. La Iglesia no quiere uniformar, sino integrar con paciencia. La Iglesia es madre. Es lo que deseamos hacer con la gracia de Dios en el itinerario sinodal: la oración paciente, la escucha paciente de una Iglesia dócil a Dios y abierta al hombre.
En la historia de Bernabé hay un segundo aspecto importante que quisiera subrayar: su encuentro con Pablo de Tarso y la amistad fraterna entre ellos, que los conducirá a vivir juntos la misión. Después de la conversión de Pablo —que antes había sido un encarnizado perseguidor de los cristianos— «todos le temían, porque no creían que él también fuera discípulo» (Hch 9,26). Aquí el libro de los Hechos dice algo muy hermoso: Bernabé lo tomó consigo, lo presentó a la comunidad, contó lo que le había sucedido y respondió por él (cf. v. 27). Escuchemos este “lo tomó consigo”. La expresión hace referencia a la misma misión de Jesús, que tomó consigo a los discípulos por los caminos de Galilea, que tomó sobre sí nuestra humanidad herida por el pecado. Es una actitud de amistad y de compartir la vida. “Tomar consigo”, “tomar sobre sí” significa hacerse cargo de la historia del otro, darse tiempo para conocerlo sin etiquetarlo, cargarlo sobre los hombros cuando está cansado o herido, como hace el buen samaritano (cf. Lc 10,25-37). Esto se llama fraternidad, y es la segunda palabra.
Bernabé y Pablo, como hermanos, viajaron juntos para anunciar el Evangelio, aun en medio de persecuciones. En la Iglesia de Antioquía «estuvieron juntos todo un año e instruyeron a mucha gente» (Hch 11,26). Luego ambos tenían reservada una misión más grande y, enviados por el Espíritu Santo, «se embarcaron para Chipre» (Hch 13,4). Y la Palabra de Dios corría y crecía no sólo por sus cualidades humanas, sino sobre todo porque eran hermanos en el nombre de Dios y esta fraternidad entre ellos hacía resplandecer el mandamiento del amor. Después, como sucede en la vida, pasó algo inesperado. Los Hechos cuentan que los dos tuvieron un fuerte desacuerdo y sus caminos se separaron (cf. Hch 15,39). También entre los hermanos se discute, a veces hay disputas. Pero Pablo y Bernabé no se separaron por motivos personales, sino que estaban discutiendo acerca de su ministerio, sobre cómo llevar adelante la misión, y tenían visiones diferentes. Bernabé también quería llevar a la misión al joven Marcos, y Pablo no quería. Discutieron, pero por algunas cartas sucesivas se intuye que no quedó rencor entre ellos. Incluso a Timoteo, que tenía que alcanzarlo más adelante, Pablo le escribió: «Ven a verme cuanto antes […] Recoge a Marcos [¡justamente a él!] y tráelo contigo, pues será de gran ayuda en mi ministerio» (2 Tm 4,9.11).
Queridos hermanos y hermanas, necesitamos una Iglesia fraterna que sea instrumento de fraternidad para el mundo. Porque es feo no discutir nunca. Cuando hay “esta paz”, muy rigorista, no es de Dios. En una familia, los hermanos y hermanas discuten. Yo sospecho de aquellos que no discuten nunca. Algo esconden, siempre.
Esta es la fraternidad en la Iglesia, se puede discutir sobre visiones, sensibilidades e ideas diferentes. Y decirse las cosas en la cara con sinceridad en ciertos casos ayuda, es ocasión de crecimiento y de cambio. Pero recordemos siempre que no se discute para hacerse la guerra, para imponerse, sino para expresar y vivir la vitalidad del Espíritu, que es amor y comunión. Se discute, pero seguimos siendo hermanos.
Aquí en Chipre existen muchas sensibilidades espirituales y eclesiales, varias historias de procedencia, ritos y tradiciones diferentes; pero no debemos sentir la diversidad como una amenaza contra la identidad, ni debemos recelar y preocuparnos de los respectivos espacios. Si caemos en esta tentación crece el miedo, el miedo genera desconfianza, la desconfianza conduce a la sospecha y, antes o después, lleva a la guerra.
Somos hermanos amados por un único Padre. Ustedes están inmersos en el Mediterráneo, un mar con diferentes historias, un mar que ha mecido numerosas civilizaciones, un mar del que todavía hoy desembarcan personas, pueblos y culturas de todas partes del mundo.
Con su fraternidad pueden recordar a todos, a toda Europa, que para construir un futuro digno del hombre es necesario trabajar juntos, superar las divisiones, derribar los muros y cultivar el sueño de la unidad. Necesitamos acogernos e integrarnos, caminar juntos, ser todos hermanos y hermanas.
Les agradezco lo que son y lo que hacen, la alegría con la que anuncian el Evangelio, las fatigas y renuncias con las que lo sostienen y lo hacen avanzar. Este es el camino trazado por los santos apóstoles Pablo y Bernabé. Les deseo que sean siempre una Iglesia paciente, que discierne, acompaña e integra; y una Iglesia fraterna, que hace espacio al otro, que discute, pero permanece unida. Los bendigo y, por favor, sigan rezando por mí. Efcharistó! [¡Gracias!]
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