Sigo con el tema de la urna de los cónclaves


La urna que tenía pensada era algo en continuidad con la que se usaba hasta hace bien pocos años: era una copa metálica con un plato encima. El cardenal colocaba su voto sobre el plato y después tomaba el plato y dejaba caer su papeleta sobre la copa. Pienso que la continuidad es algo positivo.
La urna circular debe ser metálica para evitar que se rompa si se cae. Debe poder cerrarse, para que al llevarla a la mesa de los escrutinios, si se cae, no se desparramen fuera los votos.
En su superficie pensaba colocar siete relieves que representasen las siete iglesias del Apocalipsis. Distribuidas en dos niveles: tres en el primero, cuatro en el segundo. Y en la base, los nombres de una decena de diócesis actuales del mundo. Quizá las primeras diez del Anuario Pontificio, como símbolo de todas las demás.
Sobre la superficie de la urna, inscritos varios versículos de la Biblia en latín, griego y hebreo. También dos asas, para que dos monseñores lleven la urna a la mesa de los escrutadores.
Sobre el plato superior, una plegaria de petición a Dios por los que votan. La tapa (que sería ese plato) se fijaría por un cordón que debe poderse cerrar y abrir en menos de diez segundos, para no retrasar las votaciones. Ya tengo pensados varios sistemas. En fin, le seguiré dando vueltas a este asunto.
Otros tienen grandes planes para reformar la Curia o la Iglesia. Yo, a estas alturas, me conformo con reformar la urna de las votaciones del cónclave. Aunque reformar lo que se dice reformar, no. Esa urna es tan fea que no se puede arrepentir. Solo cabe arrojarla a las tinieblas exteriores que reinan fuera del Vaticano.

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