Por Felipe Monroy
A nadie escapa la complejidad que encierra la administración y el rostro que debe tener el santuario mariano más visitado del mundo. La relevancia cultural, política e incluso económica de la Insigne y Nacional Basílica de Guadalupe siempre ha requerido que el arzobispo de México, en su papel heredado de ser custodio absoluto de la estampa del Tepeyac, tenga especial cuidado en la elección de sus colaboradores en ese centro de la espiritualidad cristiana del continente americano. Finalmente, tras ocho meses de plena potestad administrativa, el cardenal arzobispo de México, Carlos Aguiar Retes, ha puesto sus cartas sobre la mesa en lo que respecta al santuario guadalupano.
El 25 y 30 de septiembre, Aguiar nombró a Salvador Martínez Ávila y a Gustavo Watson Marrón, como nuevos rector y vicerrector de la Basílica de Guadalupe respectivamente. Ambos guardan muchas semejanzas en su experiencia sacerdotal: son naturales de la Ciudad de México, tienen 55 años de edad y, en sus primeros años de ministerio, vivieron en carne propia la audacia del Segundo Sínodo Arquidiocesano convocado por el cardenal Ernesto Corripio Ahumada para “transformar mediante el Evangelio las vertientes determinantes de la cultura”.
Ambos son, por así decirlo, la primera generación de sacerdotes capitalinos que recibieron el impulso de transformar más que conservar. Las líneas del Segundo Sínodo insisten en el cambio: “hay que transformar las estructuras, leyes y funciones de la Iglesia en expresión y fuente de la caridad pastoral […] transformar las comunidades parroquiales […] transformar los criterios de juicio, líneas de pensamiento, fuentes inspiradoras y modelos de nuestras vidas […] transformar la vida personal y social de los hombres […] desde adentro, renovar la misma humanidad”. En fin “transformar el mundo”. Cambio y transformación son las palabras más frecuentes en los documentos del Segundo Sínodo, la conservación sólo se utiliza una vez: “Debemos conservar las tradiciones de piedad y de religiosidad cristiana portadoras de un patrimonio moral y espiritual hoy en peligro”.
Por ello, para Martínez y Watson no hay nostalgia por el pasado (aunque el primero es biblista y el segundo historiador); han andado con naturalidad sobre el perfil actual de la Iglesia contemporánea, incluso en su relación con el gobierno civil y el propio gobierno arquidiocesano. Prácticamente después de ser ordenados, México reanudó relaciones diplomáticas con el Vaticano (lo que supuso adoptar una nueva actitud frente a todo lo que implicaba una nueva relación institucional entre el Estado y sus funcionarios con la Iglesia y sus ministros) y también vivieron en 1995 la renuncia del único pastor que conocieron y que les había ordenado para dar la bienvenida al joven nuevo arzobispo Norberto Rivera (lo que les advierte una perspectiva serena sobre los cambios y las efectos que provocan).
Pero quizá como nunca antes ambos se enfrentarán a un desafío mayúsculo para sus personas y sus trayectorias: “la protección y conservación del culto guadalupano [….] el cuidado del mayor tesoro espiritual de México y América […] la atención personal y pastoral de millones de peregrinos”. Aguiar Retes ha dado esas instrucciones a estos sacerdotes herederos de la transformación: proteger, conservar, cuidar y atender. Martínez y Watson serán pues posaderos de la casa espiritual de la mexicanidad y, al mismo tiempo, emisarios de un mensaje que quiere hallar su lugar en la cultura del siglo XXI.
No será sencillo, principalmente para el rector Salvador Martínez, integrarse a una dinámica de trabajo con el Cabildo Guadalupano y con los personajes que, desde allí, han mantenido una desagradable tensión al interior del Santuario. Los defectos humanos, las búsquedas de poder y privilegio, los odiosos protagonismos y las insatisfechas suspicacias sobre el destino real de los recursos económicos de la Basílica de Guadalupe son un terrible testimonio de fraternidad sacerdotal en el hogar de la Virgen Morena. Por su parte, en sus impecables 15 años al frente del Archivo Histórico de Guadalupe, Gustavo Watson comprende –porque la ha padecido- la desgastante e incómoda política eclesiástica que se vive en el seno de este recinto y, como vicerrector, seguramente buscará devolver la sana inocencia de ser servidor de los peregrinos.
No tendrán, además, la completa preocupación por la engorrosa y tentadora administración financiera del Santuario. La centralización económica que Aguiar Retes desea implementar en las principales instancias diocesanas les releva en ciertas tareas de esa delicada responsabilidad. Por si fuera poco, el cardenal Aguiar ha hecho también del santuario nacional, el estrado de su misión pastoral en la Ciudad: allí ha trasladado simbólicamente la cátedra arquidiocesana pues celebra de ordinario al pie de la Virgen de Guadalupe y sólo de manera eventual en la propia Catedral de México. Además, mientras se designa a su sucesor en la Arquidiócesis de Tlalnepantla (se especula en la posibilidad del también tepicense Mario Espinosa Contreras, actualmente obispo de Mazatlán), el cardenal mantiene una cercanía física con el territorio donde aún es administrador apostólico.
Martínez y Watson tendrán la tremenda responsabilidad de hacer sentir bienvenidos a los obispos, sacerdotes, religiosas y laicos provenientes de todas las diócesis mexicanas en sus tradicionales peregrinaciones a la Basílica de Guadalupe; hacerles saber a todos los peregrinos nacionales y extranjeros que, si bien el arzobispo de México es el custodio del ayate de san Juan Diego Cuauhtlatoatzin, el santuario es nacional y es el espacio donde todos los pastores pueden hacer participar a sus comunidades de la difusión y el fortalecimiento del culto guadalupano.
Este último análisis no es circunstancial, con mucha frecuencia se afirma -sin ningún tipo de rubor- que los mexicanos son más guadalupanos que católicos. La expresión es un sinsentido, porque la Virgen María en su advocación guadalupana sólo puede comprenderse desde las fronteras de una estricta teología católica; y, sin embargo, la afirmación es el más puro reflejo de la identidad nacional. La profunda contradicción emotiva y las infinitas capas de devoción tradicional hacia la virgen morena hacen verdadera la paradoja que lo mismo concede un profesionista ateo que un nuncio apostólico. Ser posaderos y emisarios; Martínez y Watson podrían cristalizar esa aparente contradicción en beneficio de una compleja sociedad guadalupana. Y empezaron con el pie derecho: con un fraterno y sincero abrazo.
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