Aunque predicamos la paz, nos gusta la guerra

Aunque predicamos la paz, nos gusta la guerra

Por Mónica MUÑOZ |

Desde hace mucho tiempo, he estado meditando en esta frase: “aunque predicamos la paz, nos gusta la guerra”, por eso voy a compartir mis pensamientos, ya me dirán ustedes, parafraseando a un difunto tío si “voy bien o me regreso” y es que en todos lados vemos caras largas: en la calle, en las tiendas, en las escuelas, vaya, hasta en nuestros propios hogares, cada vez es más constante observar personas malhumoradas y negativas.

Por supuesto que no debo generalizar, con grata sorpresa descubrí que en un almacén del centro de Celaya (donde vivo) los empleados nos atendían amablemente y con una gran sonrisa, detalle que agradecí en el alma, pues no hay nada más desagradable que llegar a hacer una compra y requerir atención para recibir un desaire.  Felicito a los jóvenes y adultos que marcan la diferencia en su lugar de trabajo.

Algo totalmente opuesto a lo que encontré en el centro de la gran Ciudad de México.  Se me ocurrió meterme a una panadería para descubrir que, además, vendían comida corrida, tacos, tostadas y una gran variedad de alimentos rápidos que hacían del lugar un hervidero de hormigas.  La atención de las personas de la caja era de lo peor, de mala gana cobraban y aventaban el cambio sobre la charola, apurando a los clientes para que no obstruyeran la circulación.  Entiendo que en estos lugares es necesario agilizarse para evitar retrasos pero “lo cortés no quita lo valiente” dice el refrán.

Lo malo del asunto es que las malas actitudes se contagian.  Si alguien se siente agredido por una mirada torcida o una palabra mal dicha, inmediatamente surge una respuesta agresiva. No sabemos ya entablar un diálogo en calma, estamos a la defensiva y no admitimos réplica contra lo que decimos o hacemos.

Estamos imbuidos en un ambiente de hostilidad que se fomenta con el individualismo y la falta de caridad hacia nuestros semejantes. El revanchismo está a la orden del día y nos ponemos del lado de quienes creemos tienen la razón, apurándonos a juzgar el caso sin dar oportunidad a escuchar las dos partes. Si no, veamos: ¿qué ocurrió hace unas semanas, cuando se dio el terrible atentado en París, que dio como resultado varios muertos y heridos? De inmediato, los medios de comunicación difundieron las imágenes de los edificios afectados por las explosiones, pronto las redes sociales se vestían de los colores de la bandera francesa en un movimiento de solidaridad con los afectados y, por supuesto, la respuesta del gobierno francés no se hizo esperar: los siguientes tres días bombardeó sin misericordia los bastiones más representativos de Siria… dejando cientos de muertos inocentes por los que nadie sintió dolor ni levantó la voz.

Es verdad que el mundo vive una Tercera Guerra Mundial, pero no lo es sólo entre los países involucrados: nosotros contribuimos dando nuestro visto bueno cuando nos enteramos de una venganza, como en el caso de Francia. Los atentados contra países menos afortunados están a la orden del día y no hacemos nada para levantar la voz en contra.  Pero no nos vayamos tan lejos. Cuando entre nuestros vecinos surgen problemas, preferimos no meternos para no tener complicaciones, al cabo que eso “no nos importa”, pensamos. Y lo mismo pasa con nuestras familias: si la agresividad surge ante la menor provocación, de plano mejor no involucrarse.  O a veces, sucede lo contrario: nos metemos a querer calmar las cosas con groserías y golpes, sólo para agravar más la situación.

Creo que es tiempo de que profundicemos verdaderamente en la raíz del mal: los familias han desterrado a Dios de sus vidas y por eso ya no saben hacia donde orientarse.  Sólo el que tiene a Dios en medio de su vida y familia, entiende que debe actuar con compasión y misericordia con sus semejantes.  Si todos aplicáramos la máxima evangélica de “ama a tu prójimo como a ti mismo”, procuraríamos ponernos en los zapatos de los demás y compartir sus penas, los ayudaríamos en sus necesidades y  nos solidarizaríamos con ellos en la desgracia.  Porque aquél que quiere vivir en paz, siembra buenas acciones.

Es obvio que cuando se vive en medio de tensión y fricciones entre hermanos, amigos y vecinos, acaba por vencer la enemistad si no se le pone freno.  Pero si todos ponemos de nuestra parte para solucionar las dificultades, siendo honestos, humildes y amables, pronto encontraríamos la armonía que requerimos para volver a vivir en paz.  Es cuestión de unir voluntades, dejando de lado los intereses mezquinos.  Pero para eso hay que trabajar y orar.  ¿Qué les parece si comenzamos hoy?

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