El hombre venido de Dios entró en nuestra Historia a través de una Familia

Juan López Vergara

Nuestra Madre Iglesia nos ofrece hoy un texto del Santo Evangelio según San Lucas, que habla de la vida de Jesús en familia, del cual proponemos meditar dos aspectos: la búsqueda de la Voluntad del Padre, corazón del Proyecto vital de Jesús; y la actitud de sus padres ante semejante Misterio (2, 41-52).

La singular e inconfundible vocación de Jesús
“La aventura suprema es nacer –dice Chesterton–, y al entrar en la familia por el nacimiento, entramos de verdad en un mundo incalculable, en un cuento de hadas”. Lucas conocía que la Catequesis primitiva guardaba silencio sobre el Nacimiento y la Infancia de Jesús: comenzaba con el Bautismo de Juan (compárense Hch 1, 22; 10, 37). Pero también sabía que detrás de todo ser humano hay una familia, donde se aprende a ser persona. El Evangelista fue sensible ante esta circunstancia existencial de Jesús y conservó el único suceso conocido de su juventud. Jesús, conforme a los cánones judíos, columbró su propia autocomprensión al pronunciar sus primeras palabras en el Templo, durante la Fiesta de la Pascua, cuando María y José, al encontrarlo, le pidieron cuentas, y los reconvino con insólita respuesta: “¿Por qué me andaban buscando? ¿No sabían que debo ocuparme en las cosas de mi Padre?” (v. 49).

¡Un joven de tareas infinitas!
Dicha contestación es asombrosa porque, para el israelita, la familia representaba el vínculo más sagrado, como testifican hermosas Sentencias de la Sagrada Escritura: “El que honra a su padre queda limpio de pecado, y acumula tesoros el que respeta a su madre” (Si 3, 3-4); vínculo que Jesús trasciende con un solo gesto, reflejo de su singular e inconfundible vocación. Lo cual permite pensar que Lucas entendió el proceder de Jesús como una acción simbólica, que ni sus propios padres fueron capaces de comprender (véase v. 50). ¡Un joven de tareas infinitas!

Vislumbrando horizontes
El relato es cristológico y cristocéntrico, pero también ocupa un importante lugar María, puesto que su reacción ante la enigmática actuación de su Hijo se presenta como paradigma del creyente fiel: “Su madre conservaba en su corazón todas aquellas cosas” (v. 51). El episodio termina, sorprendentemente, con el retorno de Jesús a su hogar bajo la protección de María y José. El joven que por unos instantes manifestó su independencia, retornó a Nazareth en actitud de obediencia filial (véase v. 52). Ello significa que Jesús consolidó su madurez humana en el calor familiar, que le permitió echar raíces y experimentar un entrañable e imprescindible sentido de pertenencia.
La lucha de María y José por asumir el Misterio cristológico supuso un conocimiento doloroso, gradual, progresivo; que prefigura el que, en su momento, enfrentaron los discípulos, y ahora corresponde a nosotros. La Fe se madura a través de las pruebas. Jesús, al invocar a Dios como “mi Padre”, confirma su vinculación única y especialísima con Él. Ello nos lanza, desde la Fe, a vislumbrar magníficos y esperanzadores horizontes. A la vez, a nunca olvidar que los problemas se resuelven mientras que la majestad del Misterio se contempla. Y si es de rodillas, mejor.
San Juan Pablo II nos enseña: “El Hijo unigénito, consubstancial al Padre, ‘Dios de Dios, Luz de Luz’, entró en la Historia de los hombres a través de una Familia” (Carta a las Familias, 1994, Núm. 2).

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