La Cristiada, una mirada desde la infancia

 

Así era en La Cristiada

Recuerdos agridulces

foto (1)Pbro. Adalberto González
González

Eso era lo que había quedado en los pueblos: como pequeños lienzos deshilachados, volando aquí y allá de aquel enorme acontecimiento de hombres, jóvenes, mujeres y hasta niños, huyendo y perseguidos, pero con el mismo resultado; entre cerros, barrancas y casas, hombres colgados, masacrados.
Mi padre les dijo a aquel puño de cristeros: “Ahí vienen los guachos, pero hay que ganarles la delantera”. Y mi padre fue el primero que le salió al pelotón, y lo único que supimos, que también fue el primero que cayó atravesado por las balas; muchas balas que atravesaron su cuerpo, y el traje quedó resaltando los agujeros. Ya le digo, fue lo único que supimos cuando lo recogimos.
También a los que agarraron vivos se los llevaron para fusilarlos. Fueron dos, y al grito de “¡Fuego!”, cayeron los dos, y aquellos se fueron a su tarea de seguir matando. ¡Qué amarga tarea de matar y matar!
Nosotros fuimos a recogerlos para darles cristiana sepultura. Uno ya estaba muerto; el otro todavía resollaba y nos lo llevamos a curarlo con aceite y con yerbas molidas hechas masa, y duró mucho en despertar. Y cuando lo hizo, se tentó la cabeza y sintió un como agujero en la frente. “Nosotros no pudimos curarte eso”, le dijimos.
Y cuando se lo llevamos al médico a curarlo, dijo: “Yo no puedo hacer nomás así; déjenlo, está bien de todo”. Y, según cuentan, volvió a su casa y duró todavía 42 años con dolores de vez en cuando en su cabeza, y nada hicieron por sacarle la bala. Otro médico nomás les dijo: “Así déjenlo; es como un milagro de que no le tocó algo vital. Ya así déjenlo, hasta que le llegue la hora”. Y la hora llegó, pero ¡increíble!, el conflicto se acabó y él todavía vivo.
Acá, por el Volcán de Colima, la gente entrenó a muchos pericos a gritar: “¡Viva Cristo Rey y María de Guadalupe!”, y además molieron mucho chile del más bravo y lo vaciaron en arpías, de tal manera que al pasar alguien, se saliera de las arpías y así dejara casi ciegos a los que por ahí pasaran.
Y se vino un bolón de soldados tocando trompetas y tambores, que hasta creíamos que era el Día del Juicio. Y nuestra gente, lista al pasar los soldados ´desaprevenidos´, y cuando iban subiendo les soltaron la pila de pericos volando y gritando delante de los militares. Y se soltó una ´tracatera´ como en día de fiesta. Fue cuando salió nuestra gente y los agarraron por las espaldas y con poco parque e hicieron su agosto. Y más adelante se soltaron las arpías con chile bravo, y los soldados ni veían ni oían por dónde los acabaron.
Ansina fue como los acabamos acá por este lado de Colima. Después fueron puras escaramuzas: nosotros con nuestros caballos ´trasijados´, y ellos con sus caballos ´obachones´, y así fue como cayeron muchos de los sardos y uno que otro de los nuestros.
No me van a creer, pero mi padre anduvo en La Cristiada, así como lo ve, medio perdido y fumando siempre sus cigarros de hoja. Me contó que les iba huyendo a los soldados, pero como él conocía los terrenos como la palma de sus manos, por ahí hizo unas culebrillas entre árboles y almiares de hojas, y encontró un caballo muerto ya panzón y mal oliente, y se le ocurrió abrirle la panza y sacarle las tripas y entresijos para meterse en la panza, ahora nomás costillar. Muy apenas cupo, y en cuanto se metió, ya estaban allí los cascos de los caballos de los sardos, pero le sacaron la vuelta por la peste y el hervidero de gusanos, y así se salvó. Muchos no me creen, pero aquí estoy. Duré un poco malo del estómago y no sé de cuántas cosas más, pero a los pocos días ya andaba con el ococote en las manos, picándoles y matando guachos, y luego escondiéndonos.
Y así, en Los Altos les dio por reconcentrarlos en los poblados más grandes y los apretujaban. En algunos de ellos, según he oído, se enfermaban y morían por la viruela loca o la tifoidea, mientras que los que se quedaban por ahí robaban sus ganados y sus maíces.
El avión que vimos por estos rumbos fue un avión chiquillo que, según el libro que circuló por nuestras casas, decía que la guerra tendría su desarrollo en nuestras tierras e iba a ser por el ´petrolio´, y que habría pájaros de fierro volando por estos rumbos.
foto (2)Y, en eso, Aquilino, un hombre muy ocurrente, se quitó los calzones blancos y se los puso a medio cuerpo para que lo confundieran con un puerco cinchado, y gritaba: “¡A mí no me hacen nada, pinches pájaros de carrizo!” Y Toño sacó su máuser que le había quitado a un sardo, y dijo: “Vamos a colarlo”, y le tiró un balazo al avioncito aquel, que parecía muy gallo.
Eran unas balas largas y puntiagudas. Y sí le pegó, pero no se cayó. Según después oímos, le pegó al piloto en las puras asentaderas, aunque siguió volando pero ya no tan seguro hacia el pueblo más grande. Ahí lo dejó porque ya no había quién lo manejara. Después nos dimos cuenta de todo eso, pero nadie sabía quién había sido ni en qué punto, de modo que no hubo represalias. Así fue; qué quiere que le diga.
De La Cristera no tengo más que puros recuerdos amargos. Andábamos mi padre y yo sembrando, cuando se oyó como un ruido de trompetas y tropeles, cascos de caballos, y mi padre entonces dejó el arado en la besana y escondió la reja, que era de fierro. Por allí lo escondió en unas galusas para que no se lo robaran. No había tantos robos en ese tiempo, pero por precaución desunció los bueyes y el arado, se echó las coyundas al hombro y nomás me dijo: “¡Vámonos!”
Y cuando llegamos ya estaba allí mi abuelo, que con cualquier impresión se enfermaba, y también estaban mis tíos. En la alta madrugada nos fuimos al pueblo. El primer colgado que vi estaba en un árbol a la entrada del pueblo, pero después lo colgaron en el atrio del templo para más asustarnos a todos.
El agua no era buena en el pueblo, por lo que comprábamos algunos cántaros que llevaban en angarillas en los burros. Allí se nos vinieron todas las enfermedades del estómago, con tifoidea. A mí me pegó la viruela loca, que le decían. Ésa sí dejaba marcas en la cara. Todos los días comíamos frijoles, y a mí ya hasta me daba gusto enfermarme porque mi madre me compraba pulpa de carne, y le ponía sal, picante, ajo y un poquito de manteca para que no se pegara. ¡Me sabía a cielo!
Vi ese día a un hombre cargado de carrilleras, calzones de manta, huaraches y sombrero grande, y me dijeron: “Es un Cristero”. Al otro día lo mataron en el Cerro del Poquinche.
El único juego que tuve fue cuando llegaron los Cristeros de huarache y calzón blanco. A esos no les temíamos porque eran de nuestra gente. Llevaban las carrilleras topadas de un parque muy largo y puntiagudo, y a mí me dejaban jugar cuando llegaban y se sentaban por ahí en la Plaza y me permitían jugar con la punta de las balas largas y puntiagudas. Eso sí, a los guachos les teníamos miedo porque no respetaban ni a los niños ni a las mujeres ni a los hombres mayores… Cuando todo eso pasó, nos devolvimos al rancho a sembrar, pero como que todavía todo estaba más ralo de gentes y animales; casas solas, semilla muy escasa; hombres y mujeres más salteados.
Y yo, como estaba chiquillo, tengo aquí en la frente, muy adentro, todos los recuerdos tan amargos. Por cierto, no sabíamos por qué esas cosas; de niños, fueron puras cosas amargas. Oímos decir a los grandes: “No queremos morir como perros” (por aquello de no alcanzar auxilios espirituales).
Cipriano fue el primer Padre de la lista, y a todos los que poco a poco volvieron, a todos les pasó lo mismo: superar los últimos temores, limpiar las iglesias, restaurarlas, porque en algunas, los guachos pensaban que lo dorado era oro macizo y lo arrancaban. No respetaban ni les importaba nada, las lluvias ni el abandono.
Cipriano era el primero de aquí de la lista de generaciones. Tenía cara de bondad, cara buena, porque la cara se da, así sea uno y sus cosas. Pero Cipriano ya no vivía; era el primero de aquí pa´allá y el último de allá pa´acá. Y, como era natural, era el primer muerto de la lista, nacido a principios del siglo.
Como los pájaros: nunca sabe uno dónde mueren; los ve uno volar y cantar, pero no sabe uno dónde vayan a morir. Algunos mueren volando, aleteando en el aire. Nunca he oído a los científicos que hayan hallado fósiles de pájaros muertos. Así pensaba yo cuando era niño: ¿Dónde morirán los pájaros y los caballos fuertes e inteligentes. Así como el Padre Cipriano, que de pronto aparecía en un pueblo y después en otro, y como que desaparecía. Pero era muy difícil ver morir a un Padre, era muy difícil. Y así otros Padres, sí. ¿Dónde quedaron? ¡Sabe!
El Padre Cipriano vivió y murió cuando no había esta Casa del Albergue Trinitario Sacerdotal, y así anduvo como tantos Padres, de pueblo en pueblo, comenzando iglesias, acabando torres o tapando otras; haciendo escuelas, arreglando caminos, metiendo el agua, ayudando a su pueblo a vivir más humanamente. ¿Y dónde quedaron? ¡Quién sabe!
Nosotros los vimos llegar solos, vivir con nosotros, queridos por el pueblo, y luego irse. Algunas gentes les lloraron; otras respiraron tranquilas (aquellas a quienes les apretó las tuercas). De él se cuenta que cuando llegó a este pueblo, algunos le preguntaban, como albureando, que si nomás tenía hermanos con esa terminación como la de su nombre. “Sí -les decía-, tengo otro que se llama Donaciano; otro, Herculano, y uno más, Robustiano. Pero al último de mis hermanos le pusieron Agapito, a sus órdenes”. Y ya nada le preguntaban; se quedaban callados.
Al Padre Cipriano, como Padrecito nuevo, le encomendaron atender a los jóvenes y a los niños, y él se halló muy bien con todos. Nos llevaba los sábados a jugar futbol y luego nos invitaba a su casa a tomar agua de guayabitas chiquitas y rojas. Es de lo que me acuerdo y es un buen recuerdo. Como era pobre, el pueblo le compró una bicicleta “Manita roja”; pero la rifó cuando se fue. El campo era plano; no se necesitaban caballos. Otros Padres empezaron a caballo en las montañas.
El Padre se fue, y nosotros seguimos viviendo y creciendo. Algunos soñábamos ser como ellos… Así de sencillo.

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