Por J. Francisco González González, Obispo de Campeche │
Como muchos creyentes de la época, los caminantes de Emaús esperaban que Jesús se convirtiese en un caudillo victorioso, liberador de Israel. De alguna manera, cuando oían al Maestro hablar de “resurrección”, en la dinámica de expectativas que habían acumulado colectivamente, esperaban una especie de triunfo militar del pueblo, la revancha de los justos oprimidos.
La espera que cultivaban se vino abajo, cual si hubiese sido una ciudad bombardeada con potentes misiles. Ellos constataron, con sus propios ojos, que Jesús subió a la cruz. Abandonado por todos. Traicionado por un apóstol. Murió como un bandolero. Una tragedia inenarrable. De allí se deriva la percepción del “fracaso del crucificado” (cf. Lc 24,21).
El hecho de que unas mujeres hayan corrido la noticia, que Jesús no estaba en el sepulcro, y que lo habían visto. Para ellos, no era motivo de credibilidad. Al fin y al cabo, pensaban, son mujeres, y su cariño por Jesús les hace ‘verlo’ en su imaginación.
Van caminando y platicando, y no le reconocen. Lo mismo le pasó a María Magdalena. Ella confundió a Jesús resucitado con el hortelano (Jn 20,14s). El impacto en Jerusalén fue enorme. Jesús era muy conocido. Era la fiesta pascual. Tiempo de peregrinaciones. Había muchos peregrinos allí.
En ese “Vía Crucis” de Jesús está ejemplificado el dolor del mundo, que ha sido asumido por el Hijo de Dios. Por más que habían oído razones para esperar, ellos estaban desanimados, descorazonados. Ya nada les convencía. Ya no esperaban nuevas interpretaciones.
SE CUMPLEN LAS ESCRITURAS
Sumidos en una depresión, los caminantes de Emaús comentan los tristes acontecimientos con el desconocido personaje. Éste les habla, y les toca el corazón con sus palabras. Les expone, con diáfana claridad, que toda la Escritura, con la certeza sobre la existencia de Dios, con su dolor y con sus esperanzas, se resume en el camino de la cruz.
Jesús les explica las Escrituras. Les puntualiza cómo toda la Biblia habla de Él, y de cómo estaba ya previsto por Dios, que el camino de la gloria debía pasar por el sufrimiento. De seguro, allí hizo exégesis explicativa de los cánticos del Siervo sufriente del profeta Isaías.
Pero, algo distinto sucede cuando comparten el pan, con el Forastero. La tristeza comienza a registrar una inexplicable metamorfosis. Reciben el Pan, con la bendición elevada al Padre, y se les abren los ojos. La vista se les devolvió. La alegría resurgió. La misión apostólica se reencendió. Evidentemente, Él está escondido. Cuando se le quiere retener, fijar con los ojos, asegurar su presencia y ‘controlar’, Jesús se va, se esfuma.
La narración evangélica está a decir: Jesús resucitado está presente en la Eucaristía. Allí se le encuentra. Allí nos cambia la vida. El sacrificio de Cristo y el sacrificio de la Eucaristía son un único sacrificio.
En el Catecismo de la Iglesia Católica, en efecto, leemos: “La Eucaristía es un sacrificio de acción de gracias al Padre, una bendición por la cual la Iglesia expresa su reconocimiento a Dios por sus beneficios, por todo lo que ha realizado mediante la creación, la redención, la santificación” (Nº 1359).
Así pues, tenemos la certeza, de que cada vez que se celebra este Misterio se realiza la obra de nuestra redención, pues como escribe Ignacio de Antioquía en su Carta a los Efesios: “Partimos un mismo pan que es remedio de inmortalidad, antídoto para no morir, sino para vivir en Jesucristo para siempre”.
La muerte de Cristo y la Eucaristía nos deben llevar a exclamar, junto con san Pablo (Gal 2,20):
¡Me amó y se entregó por mí”
Publicar un comentario