Pbro. Armando González Escoto
Acostumbrarse a la inseguridad sería tanto como volver a la barbarie, sepultar siglos de esfuerzo humano por superar la animalidad de otros tiempos, la brutalidad de otras épocas, los años aquellos en que todo problema se solucionaba con peleas a muerte, con emboscadas o atentados.
De momento, a la sociedad no le ha quedado otro remedio que protegerse a más no poder; cerrar calles, construir barricadas, alambrar azoteas, aumentar el número de chapas y candados, dejar de usar joyas de valor, salir a la calle con el mínimo posible, sabiendo que hoy día no hay sitio seguro; lo pueden asaltar en la calle, en el templo, en la clínica, en el restaurante, en el camión, en el parque, en cualquier esquina, lo mismo que lo pueden defraudar con una tarjeta de crédito, un préstamo ficticio, un robo de identidad, o ser narcotizado en la puerta misma de su casa y contemplar impotente como una mujer con dos niños saquea sus pertenecías.
También es cierto el modo en que ha crecido el número de familias golpeadas por la pérdida de un ser querido, víctima de los delincuentes por la razón que sea, si es que puede haber una razón para quitar la vida a un ser humano. De esta tragedia no se han escapado ni los mismos sacerdotes, cuyo ministerio debería ser respetado por todo lo que significa. ¿Qué hacer ante un escenario tan doloroso y deprimente?
Desde luego que las acciones aisladas, las denuncias focalizadas o la mera resignación no bastan. Los discursos de consolación ayudarán a los afligidos, pero tampoco es suficiente. Se necesita fraguar planes de emergencia para enfrentar la violencia que vive Jalisco y todo el país. La gente necesita ser formada e informada, hacerse parte de una campaña bien organizada e integral que oriente la atención de todos a la recuperación de la paz y de la justicia. La misma palabra de Dios que se proclama en la Eucaristía no puede seguir al margen de estas terribles realidades, porque el fin de la palabra es también iluminar a las personas en las condiciones reales en las que viven.
Una campaña por la paz de larga duración que involucre todas las actividades de la comunidad cristiana: Fiestas patronales, visitas de la Virgen, Jubileo circular, peregrinaciones al Santuario de los Mártires, pláticas presacramentales, una abundante y bien pensada mercadotecnia, establecimiento de alianzas con el sector privado y los medios de comunicación, todo culminando semana a semana en celebraciones eucarísticas dominicales específicamente planeadas para lograr este objetivo. Por así decir, toda la Iglesia trabajando de manera conjunta y organizada, no para ir en contra de nadie, sino para construir el escenario de paz que a todos beneficia.
De momento las cosas mantienen su curso de violencia y de muerte, y día a día se añaden nuevas víctimas a la ya larga lista de personas afectadas por este clima delincuencial. Pero no debemos olvidar que la sangre derramada de tantas víctimas inocentes debe impulsarnos a seguir pidiendo por la paz de nuestra comunidad y del mundo. Confiemos que al final, el bien triunfará.
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