Por Tomás de Híjar Ornelas, Pbro.
Estamos todos tan juntos y, sin embargo, todos estamos muriendo de soledad
Leo Buscaglia
Bajo este título y con todo el propósito de molestar, una revista holandesa publicó, el 11 de mayo de 1985, a modo de corolario del arranque, en los Países Bajos, del 26º viaje apostólico fuera de Italia de san Juan Pablo II, un artículo donde daba pormenores, cuatro años después de que el turco Mehmet Ali Ağca casi lo consiguiera, para «dar de baja este símbolo, este tirano sonriente».
Las visitas pastorales del obispo de Roma al mundo las inauguró el apenas canonizado san Pablo VI, y en la última de ellas él mismo sufrió un atentado, en el aeropuerto de Manila, el 27 de noviembre de 1970, casi en las barbas del dictador Ferdinand Marcos, cuando un boliviano disfrazado de eclesiástico, Benjamín Mendoza y Amor, de 35 años de edad, intentó acuchillar al Papa que arribaba a esa capital.
Sin embargo, que un asesino se haga pasar por eclesiástico para consumar un acto tan nefando no es lo mismo a que un eclesiástico, aprovechando su investidura, atente contra la integridad del Papa, como lo están haciendo los mitrados que por no comulgar con el sucesor de Pedro se han confabulado en contra de Francisco. Y tal es el caso del arzobispo italiano Carlo Maria Viganò.
Que esto suceda alguna vez no es inédito. Quienes conocen la historia de la Iglesia saben que luego de las persecuciones del imperio romano, durante las cuales los 30 primeros obispos de Roma fueron martirizados entre los siglos I y IV, ocho Papas murieron de forma violenta a consecuencia de intrigas palaciegas, y que de otros diez en algún momento se presume que han corrido tal suerte, siendo muy cercano a nosotros el caso de Juan Pablo I, cuyo inesperado deceso alimentó durante muchos años hipótesis aventuradas que orillaron a su sucesor inmediato a ordenar una investigación que concluyó descartando de forma absoluta la conjetura.
Los quebrantos más duros del papado y la fuente de pesares más dura para el Papa no han venido de los enemigos de la Iglesia sino del Colegio Cardenalicio, de los mitrados, del clero y de los consagrados, como pasó en el siglo XIV, entre 1309 y 77, años durante los cuales Aviñón, en Francia, sirvió de residencia a siete Papas, lance luego del cual comenzó el Gran Cisma de Occidente, que sólo se resolverá 40 años más tarde, en 1417 y durante el cual dos antipapas disputaron al sucesor de Pedro su legitimidad.
Francisco acaba de expulsar del estado clerical a dos mitrados chilenos, el arzobispo emérito de La Serena, Francisco José Cox Huneeus, y al obispo emérito de Iquique, Marco Antonio Órdenes Fernández, por «actos manifiestos de abusos a menores».
Ahora, además de erradicar para siempre el encubrimiento, tendrá que darle a la tuerca otra vuelta no menos dolorosa que la anterior: la de reconocer y abordar que muchos de estos ultrajes fueron consumados en seminarios y casas de formación gracias también a un clima de complicidad.
Acerca de ello mucho se puede aprender de la Iglesia en Holanda, que luego de la publicación del informe de la comisión Deetman, en el 2011, en el que además del cálculo de un número altísimo de holandeses menores de edad víctimas, entre los años de 1945 al 2010, de alguna forma de abuso sexual por parte de religiosos no sancionados por superiores deseosos de evitar el escándalo, exige ahora a los responsables religiosos que están al frente de internados para menores, antecedentes y certificados donde conste su idoneidad para tal desempeño.
Publicado en la edición impresa de El Observador del 21 de octubre de 2018 No.1215
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