Por José Francisco González González, obispo de Campeche
El Evangelio de Marcos 12,28-34 presenta en escena a un escriba. Los escribas eran estudiosos de la palabra de Dios. Él, en buena fe, se acerca a Jesús, lleno de curiosidad para hacerle una pregunta acerca de una situación que le preocupaba. El tema, en una sociedad extremadamente religiosa y que se había complejizado en sus estructuras, era candente.
El escriba pregunta, “¿Cuál es el primero de los mandamientos?”. Mandamientos muy importantes en la religión judía eran valorados y cumplidos por la mayoría de los creyentes; a saber: El descanso del sábado, las normas de pureza social y alimenticia, la visión del templo y su sacralidad, y otros.
Es un momento fundamental y, hasta cierto punto, lleno de tensión y curiosidad. Jesús se encuentra con un profesional de la Ley israelita. Ambos se escuchan y se alaban mutuamente en un gesto de educación y de cordialidad.
Con esos presupuestos, ambos pueden recorrer juntos un largo camino de experiencia de Dios (Primer Mandamiento) y apertura hacia el prójimo (Segundo Mandamiento). No olvidemos que Jesús sigue siendo un buen judío.
Es claro que no hay dificultad en establecer el orden jerárquico de la Ley, amor a Dios y amor al prójimo. El problema estriba, más bien, en acertar quién es el prójimo y cómo se le debe amar.
Como es su entendible esencia, el Evangelio de Marcos no pretende resolver el asunto desde el punto de vista de las teorías o de los grandes principios éticos. Pero sí nos indica con claridad la manera cómo Jesús concretiza, en el día a día, su encuentro y su amor al prójimo, porque Cristo ama y conoce a Dios, su Padre.
MANDAMIENTOS PARA UNIRSE A DIOS
En el fondo, la vivencia de los mandamientos es la búsqueda de Dios en el alma del creyente para que exista una unión íntima entre ambos. Por el conocimiento sobrenatural, que los santos han tenido de Dios, podemos deducir que Él está presente sustancialmente en el alma justa, a la que comunica el ser natural y la vida sobrenatural de la gracia.
Dios no sólo sostiene y protege al fiel creyente, sino que lo envuelve. No hay un átomo de nuestro ser donde Dios no esté, ni un movimiento de nuestros miembros o de nuestras facultades que Dios no anime.
La vida espiritual es una vida interior; la marcha hacia Dios será una interiorización progresiva hasta el encuentro, el abrazo, esperando la visión del cielo. Conforme crece el amor del fiel por Dios se llega a abdicar de los propios quereres para adoptar, precisamente por amor, la voluntad de Dios. Santa Teresita de Niño Jesús lo llegó a vivir, y por eso escribe: “No quiero sino lo que Él quiere; lo que Él hace es lo que amo”. Es decir, la unión con Dios consiste en hacer su voluntad.
MATRIMONIO ESPIRITUAL
Tal unión responde a los más entrañables deseos del mismo Dios. Dios-Amor necesita difundirse y en ello encuentra su gozo, un gozo a la medida del don que hace. Cuando Dios encuentra un alma que le entrega toda su libertad y en la que puede difundirse según la potencia de sus deseos, el gozo es grande. Las revelaciones místicas dadas a conocer por Dios a las personas santas nos permiten adivinar el gozo del Señor.
En ese estado de comunión (Dios y hombre) se da el matrimonio espiritual. Santa Teresa de Jesús asegura que cuando se da esa relación esponsalicia de afinidad entre la persona bien dispuesta y Dios, se consigue más en “un suspiro”, que los fieles mediocres en largas oraciones.
¡Dame fuerzas, Señor, para cumplir tu voluntad!
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