Una efeméride recordable
Primer Presidente de México: José María Morelos
Pbro. Tomás de Híjar Ornelas
Cronista de la Arquidiócesis de Guadalajara
Se cumplen dos siglos, este 22 de diciembre, del fusilamiento del Primer Presidente del Supremo Gobierno Mexicano, Don José María Morelos y Pavón. Fue él, y no José Miguel Fernández y Félix, mejor conocido como “Guadalupe Victoria” (1786-1843), el primer gobernante en recibir la encomienda del Poder Ejecutivo en lo que hoy es México desde un proyecto emancipatorio pleno.
También fue Generalísimo y Jefe de Gobierno del Congreso de Anáhuac; miembro de la Suprema Junta Nacional Americana; pero, sobre todo, como quiso autodefinirse, “Siervo de la Nación”. La Historia oficial le sigue escatimando lo que los hechos manifiestan. Morelos fue una figura compleja en todos los aspectos. No es de extrañar que el Bicentenario de su Muerte se haya vivido de forma opaca, especialmente en el ámbito clerical.
Ningún mexicano ignora que José María Morelos fue un Sacerdote del Clero de Michoacán que, investido por el también Eclesiástico, don Miguel Hidalgo y Costilla, se dedicó a organizar, en el Sur, un movimiento bélico para deponer a los peninsulares que desde la Capital del Virreinato impidieron a los novohispanos erigir, en ausencia del Soberano legítimo, Fernando VII, una Junta de Gobierno, como sí se hizo en muchísimos lugares en la Madre Patria, y que, luego de la derrota y fusilamiento de Hidalgo, organizó y fue artífice de la segunda etapa de la Guerra de Independencia de México (1811-1815), que se distingue de la anterior porque echó las bases para una verdadera emancipación respecto de España.
Honran el nombre de Morelos una Entidad Federativa, la Capital de otra, y calles importantes de todas las poblaciones en el país. Sin embargo, hasta hoy se sigue escatimando al Sacerdote y Caudillo el rango de Primer Presidente de México, que algún día habrá que reconocerle. El Bicentenario de la ofrenda de su vida hubiera sido una ocasión favorable para ello, mas no fue así. ¿Por qué?
Los nudos de una biografía
accidentada
José María nació el 30 de septiembre de 1765 en Valladolid de Michoacán, hoy Morelia en su honor. Se le fusiló en San Cristóbal Ecatepec el 22 de diciembre de 1815, teniendo él 50 años de edad. Alumno del Colegio de San Nicolás, donde tuvo a Hidalgo de Profesor, ingresó
al Seminario Conciliar en 1789, ordenándose presbítero en 1795. Cuatro años después, fue nombrado Párroco de Carácuaro, donde permaneció hasta el 20 de octubre de 1810, cuando, coincidiendo en Charo con su antiguo mentor, recibió de éste la encomienda de ocupar el Puerto de Acapulco. Su participación en este proceso entre 1811 y 1814 fue fulgurante, controlando el Sur de la Nueva España y una parte del Centro, en uno de cuyos puntos, Cuautla, tuvo lugar la más célebre de sus acciones militares, por haber roto heroicamente el Sitio en que estaban encajonadas sus huestes.
Estadista
Su principal aportación a este proceso no fue estratégica, sino jurídica, pues bajo su responsabilidad recayó organizar el Congreso de Anáhuac, primer cuerpo legislativo mexicano, el cual sesionó en Chilpancingo entre septiembre y noviembre de 1813, y ante el cual presentó Morelos sus Sentimientos de la Nación. El fruto de esa Asamblea fue la aprobación, en Apatzingán, el 22 de octubre de 1814, de la Primera Constitución de México.
En el declive de su carrera, luego de sufrir diversas derrotas, fue arrestado en Temalaca el 5 de noviembre de 1815. Sometido a proceso
y declarado culpable, se le condenó a la pena capital, ejecutada hace exactamente dos siglos.
Figura incómoda
Las inquietudes que siembra el perfil de Morelos no son pocas. La historiografía liberal, sintiéndose incómoda ante la evidencia de reconocer como primer gobernante de México a un Presbítero profundamente apegado a sus convicciones religiosas, que siempre antepuso a otros intereses, mejor potenció la participación de su mentor, Hidalgo. A la Iglesia no le ha sido posible asimilar la trayectoria de un Eclesiástico que engendró prole y uno de cuyos hijos, Juan Nepomuceno Almonte, fue abierto partidario del Segundo Imperio, el de Maximiliano.
Lo que es imposible negarle a Morelos, y sigue pendiente de ser evaluado, es, como ya se mencionó, el viraje de 180 grados que dio al proceso de Independencia, la altura de sus miras y la nobleza de su índole, que con el paso de los años se agiganta, en la medida en que han ido empequeñeciéndose sus detractores. Usando de justicia, no habría que negarle más a Morelos el grado que ciertamente ganó a pulso: ser el Padre de la Patria, a la que no quiso encabezar como Alteza Serenísima, sino como “Siervo de la Nación”.
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