En el dominio de las relaciones temporales, en el orden puramente humano, el Estado debía realizar la solidaridad absoluta de cada uno y de todos representada por la Iglesia en el orden espiritual con la unidad de su sacerdocio, de su fe y de sus sacramentos. Antes de realizar esa unidad era necesario creer en ella; antes de llegar a ser cristiano de hecho, el Estado debía abrazar la fe cristiana. Este primer paso fue dado en Constantinopla, pero toda la obra cristiana del Bajo Imperio se reduce a ese comienzo.
La transformación bizantina del Imperio romano inaugurada por Constantino el Grande, desarrollada por Teodosio y fijada por Justiniano, sólo produjo un Estado cristiano nominal. Las leyes, instituciones y parte de las costumbres públicas conservaban ciertos caracteres del viejo paganismo.
La esclavitud se perpetuó como institución legal y la vindicta de los crímenes (sobre todo de los delitos políticos) era ejercida según derecho con refinada crueldad. Un contraste así entre el Cristianismo profesado y el canibalismo practicado se personifica muy bien en el fundador del Bajo Imperio, aquel Constantino que creía sinceramente en el Dios cristiano, que honraba a los obispos y discutía con ellos sobre la Trinidad y que al propio tiempo ejercía sin escrúpulos el derecho pagano de marido y padre condenando a muerte a Fausta y Crispo.
Tan manifiesta contradicción entre la fe y la vida no podía, empero, durar mucho sin que se produjeran tentativas de conciliación. En vez de sacrificar su realidad pagana, el Imperio bizantino, para justificarse, intentó alterar la pureza de la idea cristiana. Este compromiso entre la verdad y el error es la esencia propia de todas las herejías –a veces inventadas ysiempre, salvo algunas excepciones individuales, favorecidas por el poder imperial– que afligieron a la cristiandad desde el siglo IV hasta el siglo IX.
La verdad fundamental, la idea específica del cristianismo es la unión perfecta de lo divino y de lo humano, cumplida individualmente en Cristo y en vías de cumplirse socialmente en la humanidad cristiana, donde lodivino está representado por la Iglesia (concentrada en el pontificado supremo) y lo humano por el Estado. Tal íntima relación del Estado con la Iglesia supone el primado de ésta, puesto que lo divino es anterior y superior a lo humano. La herejía atacaba, justamente, la unidad perfecta de lo divino y lo humano en Jesucristo para zapar por la base el vínculo orgánico de la Iglesia con el Estado y para atribuir a este último una independencia absoluta. Así se comprende por qué los emperadores de la segunda Roma, que querían conservar en la cristiandad el absolutismo del Estado pagano, se mostraban tan favorables a todas las herejías que sólo eran variaciones múltiples de un tema único: Jesucristo no es el verdadero Hijo de Dios consubstancial al Padre; Dios no se encarnó; la naturaleza y la humanidad están separadas de la Divinidad; no le están unidas; por consiguiente, el Estado humano puede a justo título conservar su independencia y supremacía absoluta. He aquí, para Constancio o para Valente, una razón suficiente para simpatizar con el arrianismo.
–La humanidad de Jesucristo es una persona completa en sí, y sólo unida con el Verbo divino por una relación; conclusión práctica: el Estado humano es un cuerpo completo y absoluto, que sólo se encuentra en una relación exterior con la religión. Ésta es la esencia de la herejía nestoriana, y ya se advierte por qué cuando ella apareció el Emperador Teodosio II la tomó bajo su protección e hizo lo posible por sostenerla.
–En Jesucristo la humanidad está absorbida por la Divinidad. Esta herejía parece precisamente lo contrario de la anterior. No es así, sin embargo; si la premisa es distinta, la conclusión es absolutamente la misma. Puesto que la humanidad de Cristo ya no existe, la encarnación es un hecho pretérito, y la naturaleza y el género humano quedan absolutamente fuera de la Divinidad. Cristo llevó a los cielos todo lo que le pertenecía, dejando la tierra a César. Con un instinto exacto, el mismo Teodosio II, sin detenerse en la aparente contradicción, trasladó todos sus favores del nestorianismo vencido al monofisismo naciente, haciéndolo aceptar formalmente por un concilio casi ecuménico (el pillaje de Éfeso). Y luego que la autoridad de un gran papa hubo prevalecido sobre la del concilio herético, los emperadores, más o menos secundados por la jerarquía griega, no dejaron de intentar nuevos compromisos.
–El henoticon del emperador Zenón (causa de la primera escisión prolongada entre Oriente y Occidente: el cisma de Acacio), los pérfidos intentos de Justiniano y Teodora, fueron seguidos por una nueva herejía imperial, el monotelismo. No hay voluntad ni acción humanas en el Hombre-Dios; su humanidad es puramente pasiva; está exclusivamente determinada por el hecho absoluto de su. Divinidad. Negación de la libertad y de la energía humanas, es el fatalismo y el quietismo; la humanidad no tiene nada que hacer en la obra de su salvación; Dios opera solo. Someterse pasivamente al hecho divino, representado en cuando a lo espiritual por la Iglesia inmóvil y en cuanto a lo temporal por el poder sagrado del divino Augusto: he aquí todo el deber del cristiano. Sostenida durante más de cincuenta años por el Imperio y por toda la jerarquía oriental, a excepción de algunos monjes que tuvieron que buscar refugio en Roma, la herejía monotelita fue vencida solamente en Constantinopla (en 680) para ceder pronto el lugar a un nuevo compromiso imperial entre la verdad cristiana y el anticristianismo.
La unión sintética del Creador y de la criatura no se detiene, en el cristianismo, en el ser racional del hombre, sino que abraza también su ser corporal, y por intermedio de éste, a la naturaleza material del universo entero. El compromiso herético intentó en vano sustraer (en principio) a la unidad divino-humana: primero, la sustancia misma del ser humano, declarándola, ora absolutamente separada de la Divinidad (en el nestorianismo), ora haciéndola desaparecer completamente en ella (en el monofisismo); segundo, la voluntad y la acción humanas, el ser racional del hombre, absorbiéndolas en la operación divina (el monotelismo). Después de esto sólo quedaba, tercero, la corporeidad, el ser exterior del hombre, y mediante él, de toda la naturaleza. Negar toda posibilidad de redención, de santificación y de unión con Dios al mundo material y sensible, he aquí la idea fundamental de la herejía iconoclasta.
Jesucristo resucitado en la carne demostró que la existencia corporal no quedaba excluida de la reunión divino-humana y que la objetividad exterior y sensible podía y debía convertirse en el instrumento real y en la imagen visible de la fuerza divina. De ahí el culto de las santas imágenes y de las reliquias; de ahí la creencia legítima en los milagros materialmente condicionados por esos objetos sagrados. Por lo cual, combatiendo contra las imágenes, los emperadores bizantinos no atacaban solamente una costumbre religiosa, un simple detalle del culto, sino una aplicación necesaria e infinitamente importante de la misma verdad cristiana. Pretender que la divinidad no puede tener expresión sensible o manifestación exterior, que la fuerza divina no puede emplear para su acción medios visibles y representativos, es quitar a la encarnación divina toda realidad. Era eso, más que un compromiso, la supresión del cristianismo. Como en las herejías precedentes, bajo la apariencia de una discusión puramente teológica, se ocultaba una grave cuestión social y política, igualmente el movimiento iconoclasta, so pretexto de reforma ritual, quería trastornar el organismo social de la Cristiandad. La realización material de lo divino, significada en el dominio del culto por las santas imágenes y las reliquias, está representada en el dominio social por una institución. En la Iglesia cristiana hay un punto materialmente fijado, un centro de acción exterior y visible, una imagen y un instrumento del poder divino. La sede apostólica de Roma –ese milagroso icono del cristianismo universal– quedó directamente empeñada en la lucha iconoclasta, porque todas las herejías terminaban por negar la realidad de la encarnación divina, cuya perpetuidad en el orden social y político estaba representada por Roma. Y la historia nos muestra, en efecto, que todas las herejías activamente sostenidas o pasivamente aceptadas por la mayoría del clero griego hallaban un infranqueable obstáculo en la Iglesia romana y venían a deshacerse contra esa roca evangélica. Así ocurrió, sobre todo, con la herejía iconoclasta que, renegando de toda forma exterior de lo divino en el mundo, atacaba directamente a la cátedra de Pedro en su razón de ser como centro objetivo y real de la Iglesia visible.
El imperio seudocristiano de Bizancio debía librar una batalla decisiva contra el papado ortodoxo, que era, no solamente guardián infalible de la verdad cristiana, sino, además, la primera realización de esa verdad en la vida colectiva del género humano. Leyendo las conmovedoras cartas del Papa Gregorio II al Isáurico bárbaro, se siente que estaba allí en juego la existencia misma del Cristianismo. El final de la lucha no era dudoso. La última de las herejías imperiales concluyó como las precedentes, y con ella el círculo de los compromisos teóricos o dogmáticos entre la verdad cristiana y el principio pagano, intentados por los sucesores de Constantino, quedó definitivamente cerrado.
(Vladimiro Solovief, Rusia y la Iglesia Universal, Ediciones y Publicaciones Españolas S.A., Madrid 1946, pp. 66-71).
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