El fariseo y el publicano (Lc 18, 9-14)
En aquel tiempo, Jesús dijo esta parábola sobre algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás:
“Dos hombres subieron al templo para orar: uno era fariseo y el otro, publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior: ‘Dios mío, te doy gracias porque no soy como los demás hombres: ladrones, injustos y adúlteros; tampoco soy como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todas mis ganancias’.
El publicano, en cambio, se quedó lejos y no se atrevía a levantar los ojos al cielo. Lo único que hacía era golpearse el pecho, diciendo: ‘Dios mío, apiádate de mí, que soy un pecador’.
Pues bien, yo les aseguro que éste bajó a su casa justificado y aquél no; porque todo el que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido’’.
Cultura Bíblica
La frase que cierra el texto del Evangelio que se lee este domingo, en confrontación con la mentalidad dominante de la cultura actual es muy desconcertante. La frase dice así: “porque todo el que se enaltece a sí mismo será humillado y todo el que se humilla será enaltecido”.
El esquema social dominante supone que los seres humanos estamos solos en este mundo, hablar del más allá después de la muerte es absurdo y se cultiva fuerte desconfianza a propósito del deber social de otras personas con respecto a los demás que le rodean, en otras palabras, la felicidad se alcanza en la medida en que los otros no se metan en mis asuntos.
Es claro que, en un esquema de pensamiento como este, la afirmación de sí mismo es uno de los motores fundamentales para alcanzar la felicidad en la vida. La oración que hace el fariseo resultaría una declaración de inocencia muy propia de personas altamente productivas: no soy ladrón, no soy como aquel otro que está humillado.
Por la otra parte soy cumplidor de lo que es correcto y por si fuera poco me niego a mí mismo como medio de autodisciplina. La perspectiva bíblica desde el Antiguo Testamento es la certeza de que el individuo en este mundo no está solo. Dios, el creador de todo, está comprometido con la historia del pueblo y de cada uno de sus miembros. La determinación del sentido de la vida compete, sin duda, a cada persona, pero no de una manera absoluta y desconectada del resto de las personas y de las cosas que le rodean, más aún no es independiente del acto creador de Dios y de la propia naturaleza humana. En el Antiguo Testamento el pueblo llegó a la certeza de que Dios le había entregado, por medio de la Ley de Moisés, la mejor guía sapiencial para alcanzar la vida eterna (cfr. Ecclo 24,1-24).
A partir de esta certeza de ser creados, la mejor actitud es la de permanecer en la verdad siempre, por tanto, delante de Dios que es perfecto, el ser humano no puede alardear de bondad o perfección. Es más importante humillarse y pedir a Dios que Él sea el protagonista de la relación. Esto es lo que nosotros observamos en el publicano. Su primera frase es: “Señor ten misericordia de mí”.
La lógica de Jesús coincide con el Antiguo Testamento y enuncia un principio que es totalmente cierto, la humildad es mejor que la vanagloria porque la primera te vincula a Dios y a los otros, la segunda te aísla.
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