Por Felipe MONROY, Director de Vida Nueva México |
Hay una gran distancia entre la fe y lo absurdo; entre el milagro, lo ilógico y lo improbable. Pero si algo nos enseña la ciencia es que el vasto horizonte que nuestra inteligencia puede explorar es apenas una minúscula distancia de la sabiduría a la que podemos aspirar; es decir: por ancho, alto y profundo que sea nuestro mundo, el universo no se estremece si en una fracción de segundo desaparece un lunar de su piel y con él todo lo que creemos conocer y todo lo que jamás conoceremos. Entonces, desde la perspectiva de lo infinito, de lo absoluto, la distancia jamás será lo suficientemente amplia como para no confundir lo primero con lo segundo.
Si un hombre habla con un burro y éste resulta más versado en teología no faltarán los alarmistas que vean en este inusual acontecimiento un rasguño a la esfera del mundo en el que se sienten tranquilos; sucedería igual si el cabello de cierta mujer comenzara a crecer y trenzarse a su voluntad y fortalecer sus fibras lavando y encerando obsesivamente un Ford Deluxe de 1947. Serían fenómenos habitantes del absurdo. Sin embargo, para comprender los milenios que nos faltan hay que mirar los minutos que tenemos en la historia y a partir de ellos repensar si en algún momento la extravagancia que hacemos en un día inusual no se convertirá en un ritual inamovible, incuestionable y aparentemente perpetuo de una religión futura que se empeñe en mirarnos como sus predecesores no evolucionados.
¿Será posible que la moda de las barbas de leñador tenga una conexión con la prohibición litúrgico-pontifical para que el Papa no lleve vello facial? ¿En dónde termina la lógica que nos aseguran imposibles las plagas bíblicas del desierto cuando creemos que un puñado de bytes repartidos en un ciberespacio puede derrocar regímenes de balas y guerras? ¿Cómo asumirá la estirpe milenaria, del patriarca que hoy nace, nuestra obsesión con la pantalla luminosa? ¿Cuándo seremos ángeles o gigantes, extraterrestres o enviados divinos que fundaron civilizaciones sobre la costra del mundo antes de marcharse y prometer volver?
Es difícil sentir la convicción de que el relato de nuestra historia, tamizada por el filtro de lo improbable, pueda ser el origen de un relato cosmogónico, pre mítico; sacralizado para enseñar la verdad. Pero, ¿si lo llegamos a sentir? ¿Será fe o será fantasía? ¿Y aquello que hoy hacemos es normal o es milagro? ¿Cuántas leyes lógicas y naturales del futuro son violentadas por nuestro impasible costumbrismo?
Por ejemplo: En un sólo día encontré a un hombre que un día años atrás desvaneció detrás de una ventanilla de la oficina de impuestos, a un niño con cáncer que ocupaba un lugar en las salas de espera de un hospital para que otros niños con fracturas o dislocaciones no tuvieran que esperar tanto tiempo antes de entrar a emergencias, a una mujer que moría cada cinco minutos por las ofertas y revivía a través del crédito de su tarjeta bancaria y a otra mujer que cambiaba de raza cada vez que la golpeaban.
El hombre inmaterial aparecía intermitentemente cada mes, los días de corte de facturación sólo para pagar sus deudas. Su inconsistencia no le había privado de su trabajo ni de su vida cotidiana, tan cotidiana como la puede vivir una persona inasible. Para sus empleadores, él lucía muy bien en traje sastre detrás del mostrador de la oficina burocrática para la cual trabajaba y por eso conservó el puesto a pesar de su impalpable densidad. Allí lo conocí yo, mientras esperaba a que finalmente alguien apareciera detrás del mostrador para realizar un trámite con mi carné de identidad.
Al chiquillo lo conocí porque el director del hospital había convocado a los medios de comunicación para que conocieran en primera mano la estremecedora historia. Los reporteros y cámaras no paraban de destacar el rostro del pequeño, su mirada atenta al infinito, sus mandíbulas apretadas que no dejaban salir ni un suspiro, los músculos tensos aguardando el momento en que pasaría del asiento 15 al 16; y lo transmitieron en vivo porque llegó un niño con un chichón que quiso meter de palomita un gol de tablet, luego pasó al asiento 17 porque el niño portero resbaló con la pantalla de cristal y se pinchó con una aguja que algún jugador profesional había dejado en la cancha; y luego pasó hasta el asiento 20 porque tres niños habían decidido imitar a sus astros del balompié itercambiando patadas, puñetazos y cabezazos en medio de ese basurero que insisten en llamarle cancha deportiva.
La mujer que moría cada cinco minutos -al ver las ofertas- y que revivía -al usar su tarjeta de crédito -sirviera o no-, me pareció algo histriónica y falsamente afectada por el famoso juego de la oferta y la demanda. Sin embargo, sentí una gran pena al conocer a la mujer que cambiaba de raza cada vez que era golpeada, humillada, violentada, minusvalorada, sometida o sojuzgada. Me pareció, que si la regla del absurdo ordena nuestras vidas, aquella azarosa condición era de lo más cruel. La mujer se dio cuenta de esta extrañeza cuando la abofeteó su marido y de ser caucásica, se volvió negra. Luego fue a denunciar la agresión y ante el juez se tornó indígena caribeña. Horas más tarde iba camino a casa de su madre y volvió a ser blanca pero tenía aspecto de una joven de Europa del este. Al llegar con su madre se transformó en china, en vietnamita y hasta en coreana. Pasó varios días, entre su empleo, su refugio y ministerios públicos, convirtiéndose en palestina, keniata, venezolana, griega, indiana, australiana, paquistaní, rusa, mexicana… árabe, judía, latinoamericana, nativa norteamericana, gitana… musulmana, católica, protestante, atea… pero, para su desgracia, nunca dejaba de ser mujer.
¿Cuánta es la distancia entre la fe y el absurdo, entre el milagro y lo ilógico? Las cuatro historias precedentes son absurdas e ilógicas, no se parecen al mundo en el que racionalmente vivimos y actuamos; permanecerían en la ficción y en lo improbable pero para la fe son posibles porque se trata de personas y se trata de su existencia en el inefable universo del que formamos parte donde lo esperable y lo imposible comparten un mismo rincón del alma. El que dichas historias, a pesar de ser ilógicas y absurdas, sean escuchadas, abrazadas o consoladas constituye en sí mismas, el milagro que necesitan. En fin, quizá en los milenios por venir, esos gestos podrían significar mucho más de lo que hoy pueden, incluso podrían significar lo mucho que aún creemos.
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