Daniel León Cueva
Parece una de aquellas coloridas estampas (así venía en el original) que ilustraban las sabrosas descripciones de nuestras poblaciones mexicanas, y que leíamos con agrado en los viejos libros de texto de la Primaria y hacían lanzar la imaginación a viajar a esos lugares de la Geografía de la República.
Es muy probable que hoy en día luzcan exactamente así los caminos de acceso a tantas bellas localidades purépechas:
despejados, solitarios. En años más o menos lejanos, fueron hollados al paso frecuente de los arrieros, de sus bestias de carga y sus rechinadoras carretas, así como por el pausado tránsito de los labriegos; de los ganaderos con sus recuas o manadas; de los moradores mismos, que preferían la ruta segura antes que improvisar atajos o ganar veredas.
Hoy ya no es así. Y es que, por una parte, se le abrieron brazos pavimentados de entrada y de salida a los pueblos, dejando para la Historia los Caminos Reales de antaño. Por otra parte, se volvieron andurriales por donde también pululan los agentes y protagonistas del miedo, la violencia, la intimidación, el secuestro y hasta la misma muerte… como suele ocurrir en tantas partes del país.
De todos modos, de lejos, de cerca, y ya dentro, cuán hermosos son los paisajes y escenarios michoacanos.
Quién sabe si de esto, y también de aquéllo, le platicarían al Papa Francisco como para encaminarse hacia estas periferias.
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