Homilía Domingo 2º Pascua (A) Divina Misericordia

(Cfr. www.almudi.org)
 

(Hch 2,42-47) "Los creyentes vivían todos unidos"
(1 Pe 1,3-9)  "La fuerza de Dios os custodia en la fe"
(Jn 20,19-31) "A quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados"

Homilía con textos de homilías pronunciadas por S.S. Juan Pablo II.

--- El Espíritu Santo conduce a la Iglesia universal
“Entró Jesús, se puso en medio y les dijo: Paz a vosotros” (Jn 20,19).
La experiencia que vivieron los Apóstoles “al anochecer de aquel día, el primero de la semana” (ib.), experiencia que se repitió ocho días después en el mismo Cenáculo, también nosotros la revivimos, de modo misterioso pero real, esta tarde: en nuestra asamblea litúrgica, recogida en torno al altar para celebrar la Eucaristía, Cristo renueva su presencia de resucitado y repite su augurio: ¡Paz a vosotros! (...).
¡Paz a vosotros!
Con este saludo vengo aquí, queridos hermanos y hermanas, en el domingo que tradicionalmente llamamos ‘in albis’, y que concluye la octava de Pascua. Vengo para entrar, en cierto sentido, en el cenáculo. El Cenáculo es la casa en la que nació la Iglesia. He venido, pues, para visitar ante todo una casa. Es la casa familiar, de la que salió un gran Papa y siervo de Dios, Juan XXIII (…).
El Cenáculo de Jerusalén es el primer lugar de la Iglesia sobre la tierra. Y es, en cierto sentido, el prototipo de la Iglesia en todo lugar y en toda época. También en la nuestra. Cristo, que fue adonde estaban los Apóstoles la primera tarde después de su resurrección, viene siempre de nuevo a nosotros para repetir continuamente las palabras: “Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo... Recibid el Espíritu Santo; a quienes perdonéis los pecados les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos...” (Jn 20,21-23).
La verdad contenida precisamente en estas palabras ¿no se ha convertido tal vez en la idea guía del Concilio Vaticano II?, ¿del Concilio que ha dedicado sus trabajos al misterio de la Iglesia y a la misión del Pueblo de Dios, recibida de Cristo a través de los Apóstoles? “Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo” (Jn 20,21).
De este Concilio la Iglesia ha salido con fe renovada en el poder de las palabras de Cristo, dirigidas a los Apóstoles en el Cenáculo. Ha salido con una nueva certeza sobre la propia misión: la misión recibida del Señor y Salvador. Ha salido “hacia el porvenir”.
Es difícil someter aquí a un análisis profundo la perspectiva de esta apertura. Pero es también difícil no mencionar al menos lo que, de modo particular, salió del corazón del Papa Juan. Es el nuevo impulso hacia la unidad de los cristianos y una especial comprensión para la misión de la Iglesia en relación al mundo contemporáneo. Si bien en este espacioso cenáculo de la Iglesia de nuestros tiempos, difundida en todo el globo terrestre, no faltan las dificultades, las tensiones, las crisis, que crean temores justificados, sería difícil no reconocer (…) que ha tenido origen una “obre providencial”. Se necesita tan solo que nosotros mantengamos fidelidad al Espíritu de Verdad, que ha guiado esta obra, que seamos honrados en comprender y realizar el Concilio, y éste demostrará que es precisamente ése el camino por el que la Iglesia de nuestros tiempos y del futuro debe caminar hacia el cumplimiento de su destino.

--- Iglesia universal e “iglesia doméstica”: familia
Aceptemos por tanto estas palabras de la liturgia de hoy, tomadas de la primera Carta de San Pedro: “Alegraos de ello, aunque de momento tengáis que sufrir un poco, en pruebas diversas: así la comprobación de vuestra fe -más preciosa que el oro que, aunque perecedero, lo aquilatan a fuego- llegará a ser alabanza y gloria y honor cuando se manifieste Jesucristo Nuestro Señor” (1 Pe 1,6-7).
De las colinas de vuestra tierra bergamesca se ven las grandes perspectivas de la Iglesia y del mundo. Pero se ve también la dimensión más pequeña de la Iglesia: la “iglesia doméstica” El Papa Juan ha permanecido fiel a esa iglesia hasta el fin de su vida (…). Hemos evocado aquel clima de su familia, que fue una verdadera “iglesia doméstica”.
Cuán a menudo también allí, en aquella casa, Cristo escuchó de aquella gente sencilla, que vivía del trabajo de los campos, la misma profesión que, en otro tiempo había escuchado en el Cenáculo de Jerusalén de boca de Tomás: “Señor mío y Dios mío” (Jn 20,28). La conciencia de la presencia del Salvador y la ley divina inscrita en los corazones de los familiares fueron la fuente de la felicidad habitual de aquella noble gente, según las mejores tradiciones del ambiente y de la sociedad a que aquellos pertenecían.
La “iglesia doméstica”, la familia cristiana, constituye un fundamento particular de la grande. Constituye también el fundamento de la vida de las naciones y de los pueblos, como constantemente lo testimonia la experiencia no corrompida por las malas costumbres de tantas sociedades y de tantas familias.

--- Familia y respeto a la vida del no nacido
Este mensaje hay que volverlo a leer con la óptica de las palabras de la primera Carta de San Pedro: “Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo quien, por su gran misericordia, mediante la Resurrección de Jesucristo de entre los muertos, nos ha reengendrado a una esperanza viva, a una herencia incorruptible, inmaculada e inmarcesible, reservada en los cielos para vosotros” (1 Pe 1,3-4).
Pero hay que volver a leer al mismo tiempo que este mensaje, el mensaje particular del Papa Juan, en el contexto de las amenazas que hieren el patrimonio humano y cristiano de la familia, desarraigando los principios fundamentales sobre los que está construida la más espléndida comunidad humana.
El primero de estos valores es el amor fiel de los mismos esposos, como fuente de su confianza recíproca y también de la confianza de los hijos hacia ellos. El segundo valor fundamental es el respeto a la vida desde el momento de su concepción bajo el corazón de la madre.
Permitidme que repita las palabras que pronuncié en el V domingo de Cuaresma:
“Quitar la vida significa que el hombre ha perdido la confianza en el valor de su existencia; que ha destruido en sí, en su conocimiento, en su conciencia y voluntad, ese valor primario y fundamental.
“Dios dice: ‘No matarás’ (Ex 20,13). Y este mandamiento es al mismo tiempo el principio fundamental y la norma del código de la moralidad inscrito en la conciencia de cada hombre.
“Si se concede derecho de ciudadanía al asesinato del hombre cuando todavía está en el seno de la madre, entonces, por esto mismo, se nos pone en el resbaladero de incalculables  consecuencias de naturaleza moral. Si es lícito quitar la vida a un ser humano, cuando es el más débil, totalmente dependiente de la madre, de los padres, del ámbito de las conciencias humanas, entonces se asesina no sólo a un hombre inocente, sino también a las conciencias mismas. Y no se sabe lo amplia y velozmente que se propaga el radio de esa destrucción de las conciencias, sobre las que se basa, ante todo, el sentido más humano de la cultura y del progreso del hombre.
“Si aceptamos el derecho a quitar el don de la vida al hombre aún no nacido, ¿lograremos defender después el derecho del hombre a la vida en todas las demás situaciones? ¿Lograremos detener el proceso de destrucción de las conciencias humanas?
Debemos hacer todo lo que puede servir a tutelar la familia y la dignidad de la paternidad y de la maternidad responsable, la confianza recíproca de las generaciones. Debemos hacer todo lo posible para tutelar nuestra “iglesia doméstica”, en medio de la cual se revela Cristo resucitado, así como se reveló a los Apóstoles en el Cenáculo; donde Él entra…; y dice: “¡Paz a vosotros!”.Amén.

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