Pbro. Armando González Escoto
Hacer discursos políticos electorales no es tarea fácil ¿Qué decir, qué más prometer, qué nuevas y originales propuestas hacer? Pero como quiera que el discurso oral sea sólo parte del gran discurso político, ¿Cómo construir y reconstruir el discurso de la apariencia, de los gestos, de los tonos y los signos, de los mítines, las comidas y las cenas oficiales?
Candidatos bailando al son del Estado que visitan, abrazando a todo tipo de personas, con traje, de guayabera o en mangas de camisa, con colores serios o frívolos; enojados si denuncian, con expresión beatífica si prometen; con cara del justo juez si condenan, con suaves movimientos de manos y brazos si buscan seducir; con ademanes violentos si prometen castigar, poner fin a la corrupción, aplastar la impunidad. Todo un arte que hace palidecer a los mejores actores.
Y enseguida el escalafón de los saludos, de los apretones de manos, de las palmadas, de los aplausos, gritos, pancartas, banderines y toda la parafernalia electoral, siempre con una firme apuesta por la palabra emotiva, dirigida a un pueblo emotivo y sentimental, que se guía por las urdimbres del corazón, no por las neuronas del cerebro.
De todo esto nos podríamos librar si se diera una auténtica reforma política y una profunda educación democrática a los electores. La reforma política tendría que hacer que todo candidato pasara por una instancia evaluadora, neutral y definidora, que analizara con lupa el pasado del candidato, su preparación, información, aptitudes y actitudes, desempeño como persona y como ciudadano, particularmente si viene de ejercer otro cargo público, garantizando que solamente fueran candidatos las personas realmente capaces, gracias a lo cual, el país ganaría con cualquier gobernante que fuera electo.
Todo esto debiera realizarlo el partido de origen, pero puesto que no lo hace, o lo hace muy a su manera, se hace indispensable una siguiente instancia por completo ajena a cualquier partido, una instancia verdaderamente ciudadana, integrada por personas honestas y capaces, sujetas a graves sanciones de demostrarse lo contrario. Cierto que esta función debieran desarrollarla los institutos electorales, pero en la medida que dejaron de ser organismos ciudadanos y pasaron al poder de los partidos, carecen de la probidad adecuada para desarrollar esta tarea.
Entonces el discurso de la palabra, de la ropa, del gesto, de la mercadotecnia pasarían a un segundo sitio, pues ya nadie tendría que medio matarse por convencer a un electorado desconfiado, indiferente o pesimista, haciendo uso de artimañas publicitarias y costosos recursos que paga la nación.
Por otra parte, si México tuviese a su mano instancias igualmente probas que calificaran periódicamente el desempeño de los funcionarios, y les pagara de acuerdo a sus resultados o simplemente los despidiera, ya no habría que esperar tres o seis años para liberarse de políticos que con frecuencia pasan de la ineptitud a la corrupción. Pero ¿dónde están los candidatos realmente interesados en promover y sacar adelante una reforma de este tamaño?
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