La Palabra no puede encadenarse
La Palabra de Dios no puede estar encadenada. Las autoridades judías mandaron prender a los Apóstoles y los metieron a la cárcel. Pero en la noche, el Ángel del Señor les abrió las puertas de la celda y los sacó fuera, diciéndoles: “Vayan al templo y expliquen allí al pueblo íntegramente este modo de vida”· (Hch 5, 17-26).
El relato termina diciendo que los encerraron nuevamente. Nos preguntamos ¿qué sentido tiene este milagro tan espectacular? El objetivo del milagro no fue evitarles penurias solamente. Esta liberación de la cárcel fue más una señal que una solución. Señal ante todo de la libertad de la Palabra. Fue como decir a las autoridades que sus cadenas jamás detendrán el avance del Evangelio”.
Hechos de los Apóstoles nos narra que los judíos de la sinagoga de los libertos quisieron acudir al soborno con tal de cerrar la boca de Esteban, protomártir, a quien no podían vencer con argumentos. Odiaban a Esteban y terminaron lapidándolo. Lo que dijo Jesús se cumplió: “Me han odiado a mí; los odiarán a ustedes” (Jn 15,18). ¿Qué tiene el Evangelio como para recibir tan drástica oposición y padecer persecución tan cruel? El Evangelio, ni la prensa católica que está a su servicio, no entra en la “lógica del mundo”, que comercia con los deseos de la carne, los deseos de los ojos y la soberbia de la vida” (1Jn 2,16). La Palabra a la que servimos como comunicadores católicos se sale de ese esquema y se convierte en denuncia viva de todo ese sistema de esclavitudes conectadas.
Barbarie vs. Civilización
Nos preguntamos por qué la prensa católica es más necesaria hoy que nunca. Hoy nuestra cultura occidental parodia, ridiculiza y persigue a la Iglesia. Toda clase de noticias falsas circulan en las redes sociales acerca de la Iglesia. El ciudadano común, que desconoce todo acerca del catolicismo, está al corriente de su supuesta corrupción porque buena parte de la prensa secular se lo ha contado. Muchos viven con la idea de que ser católico es sinónimo de ignorancia, de represión y de retroceso.
Sin embargo el hombre de la calle occidental tiene una enorme deuda con la Iglesia por la existencia de la universidades, de la ciencia, la economía, el derecho internacional, los derechos humanos y la caridad. Además son enormes las contribuciones del catolicismo en el mundo de las artes plásticas, la música y la arquitectura, así como la astronomía. La Iglesia no sólo aportó a nuestra cultura occidental sino que, con la influencia de las culturas griega y romana, la construyó. Todo ello lo ignora la cultura popular, y en cambio cree que “El establecimiento del cristianismo romano marcó el comienzo de los tiempos oscuros: ese período de la historia occidental en el que la luz estuvo ausente de todo aprendizaje y la superstición sustituyó al conocimiento”
Esta cultura occidental que hoy se jacta de progresismo y que rechaza sus raíces cristianas, en realidad se ha deslizado a una peligroso estado de incivilidad. Thaddeus Kozinski afirma que quienes estamos viviendo en el siglo XXI, nos está ocurriendo lo que a los romanos del siglo V. Aquellos vivían –así como nosotros hoy– sin percatarse del declive y caída de su propia civilización. Se derrumbó el Imperio romano y el mundo entró en una época oscura. El mismo drama hoy se repite en nuestros países occidentales.
Haciendo una lectura de los signos de los tiempos, el papa Benedicto XVI, durante su pontificado, explicó en varias ocasiones sobre la dictadura del relativismo, señalando que ésta “no reconoce cualquier cosa como cierta, y tiene sus metas más altas en el propio ego y los deseos individuales”. A los cardenales les decía en noviembre de 2010: “Parece que el relativismo completa el concepto de libertad” pero en realidad puede “llegar a destruirla”, proponiéndose como “una verdadera dictadura”. Y señalaba que “La Iglesia se encuentra en un momento difícil para afirmar la libertad de anunciar la verdad del Evangelio y la cultura cristiana”.
En otros términos, dice Kozinski, lo que el Santo Padre nos está diciendo es que la cultura Occidental se va inclinando hacia tiempos de una gran oscuridad espiritual. Kozinski la llama “barbarie”. La barbarie es lo opuesto a la civilización. Cuando una sociedad tiene alma, cuando reconoce no sólo que otras personas existen sino que las trata con dignidad, con cortesía, en el respeto a sus derechos, estamos hablando de civilización. En cambio una cultura cuyos fines son la satisfacción del ego y de los deseos individuales se inclina hacia la barbarie.
Hemos de ejercer la libertad de expresión porque no sólo nos interpela el declive cultural en el que estamos sino, sobre todo, porque lo acompaña la abolición de lo humano. El eclipse de Dios conduce al eclipse del hombre. Los medios católicos hemos de ponernos al servicio del hombre y de su cultura, ayudándole a descubrir la raíz de su grandeza, y esta es el encuentro con Jesucristo, piedra angular de nuestra civilización. “Un pueblo que olvida su pasado, su historia, sus raíces, no tiene futuro, es un pueblo seco”, señalaba el papa Francisco. Nuestro pasado cristiano debe ser fuente de inspiración para contribuir a edificar el futuro de nuestra nación.
La abolición de lo humano
¿Quién es el hombre con el que debemos ejercer la libertad de expresión? Volviendo al artículo de Kozinski, es el hombre común y corriente de mentalidad práctica. Es el hombre que no niega la existencia de los demás pero que vive como si los demás no existieran. No tiene la certeza de que Dios exista, ni tampoco la verdad, el bien y la belleza. Ni se preocupa por encontrarlos. Simplemente Dios no le inquieta ni significa nada para su vida.
El hombre con el que hoy hemos de entrar en contacto mira al mundo de manera muy superficial. En vez de ver al mundo con profundidad, se encierra en su visión superficial. Reduce la realidad al tamaño de su alma. Como hay poco que conocer, también hay poco que amar. El hombre de hoy vive en un estado de aburrimiento permanente. Nada es deseable ni detestable. No hay ideales que lo enciendan. Para él no existe lo sagrado. El resultado es la pérdida de la capacidad de amar, la ineptitud de captar el misterio que nos rodea y, así, la deshumanización.
El hombre occidental se alimenta hoy de comida chatarra para su corazón. Su conocimiento se reduce al saber hacer, a los hechos científicos, a la sucesión de noticias, a banalidades y a temas políticamente correctos. ¿Y qué es esta comida comparada con el suntuoso banquete de la Verdad, que podrían comer, si reconocieran el hambre de sus almas, el hambre de saber el significado más profundo de la realidad?
Nuestro interlocutor llena su hambre de vida comunitaria con “la gente de las pantallas”. Es una persona que se expone excesivamente a las imágenes, que viven en las salas de chat y que cultiva amistades en Facebook. En su corazón hay un vacío muy grande que pide a gritos ser colmado.
Nuestro oyente potencial, en realidad, tiene hambre de intimidad con la Creación, de verdadera amistad, de comunión. Es víctima de la revolución sexual de los años 60. Ha crecido en familia disfuncional y en el orfanatorio de sus propio hogar, en barrios donde nadie se conoce, en comunidades sin raíces, en ciudades donde los mejores festivales de la ciudad son las grandes ventas de los centros comerciales.
Deslumbrado por el oropel de nuestra cultura, nuestro interlocutor cree vivir civilizado. Sin embargo ahí está la trepidante realidad de las drogas y la violencia, la miseria de millones de personas, la corrupción en las empresas y en la política, el sinsentido en que multitudes viven sus vidas. Es el nuevo oscurantismo. Sin religión, sin alma, sin moral y sin Dios la cultura se vuelve pura joyería de fantasía.
¡Qué fascinante y magnífico reto, y qué gran oportunidad nos concede Dios para llevar creativamente el Evangelio a este hombre existencialmente aburrido y ayudarle, con nuestra libertad de expresión, a descubrirle el camino de su libertad!
El derecho a la libertad de expresión
La libertad de expresión es, en realidad, un concepto que se ha pervertido. En nuestra cultura hoy se proclama la libertad de expresión como un derecho absoluto. Sin embargo en el nombre de la libertad se difunden y se enseñan los errores más graves en los que al bien se le llama mal, y al mal, bien. Lo que hace algunos años eran considerados delitos hoy se consideran derechos.
¿Podemos llamar a esto “libertad de expresión” o “libertad de enseñanza”? Ciertamente no.
El papa León XIII afirmaba que no existe el derecho a la libertad de expresión cuando se ejerce traspasando todo freno y todo límite. “El derecho –afirma el pontífice– es una facultad moral que no podemos suponer concedida por la naturaleza de igual modo a la verdad y al error, a la virtud y al vicio. Existe el derecho de propagar en la sociedad, con libertad y prudencia, todo lo verdadero y todo lo virtuoso para que pueda participar de las ventajas de la verdad y del bien el mayor número posible de ciudadanos”.
La auténtica libertad de expresión se ejerce entonces cuando se comunica la verdad, el bien, la bondad y la belleza de las cosas al servicio del hombre y de la sociedad. “La verdad los hará libres”, dijo Jesús. Hoy en cambio nos encontramos ante la disolución de la libertad en donde todos hablan y todos escriben sin frenos ni límites. En el mundo ya no queda algo sagrado e inviolable. Dios, el respeto a la vida humana, la dignidad de la persona, el matrimonio y la familia, todo lo que es el más noble patrimonio de la humanidad se ido oscureciendo, y nuevas formas de opresión van apareciendo. No se puede ejercer la libertad de expresión al servicio de la esclavitud.
Aunque muchos se consideren libres para decir lo que desean, nos queda claro, entonces, que difundir la mentira, la maldad y lo grotesco es un acto de expresión, pero no de libertad. La genuina libertad de expresión la ejercen solamente quienes sirven a todo lo que es verdadero, bueno y bello. Somos nosotros, prensa católica, la que ejerce la libertad de expresión cuando en comunión con el papa y los obispos hacemos nuestro trabajo para dar a conocer a Jesucristo a nuestros interlocutores de hoy.
No pertenecemos al mundo
“Yo los he elegido sacándolos del mundo”, reveló Jesús a sus apóstoles en la Última Cena. La Biblia nos muestra que la mejor manera de servir al mundo es no ser del mundo. La mejor manera de servir a la gente, el mayor bien que le podemos hacer comienza por no participar de los ídolos, prejuicios y complicidades en los que muchos viven. Para que un periodista católico ejerza la libertad de expresión en el mundo la mejor manea de hacerlo es que sea bien distinto del mundo.
Saber investigar, saber escribir, saberse expresar, todo ello es muy importante para cualquier periodista, en la prensa secular o la prensa católica. Pero, ¿quién es más libre de estos dos periodistas? Ambos son de amplia cultura, muy competentes, igualmente honrados y de muy buen conocimiento. Sin embargo uno de ellos está contaminado por ciertas ideologías y el otro no. ¿Quién es más libre? ¿Quién es más confiable? Seguramente diremos que aquel que no está sujeto a contaminación ideológica.
Santa Catalina de Siena tiene una imagen dinámica de lo que es el mundo. Lo presenta como un río cenagoso y pútrido que va arrastrándolo todo. Al que se queda quieto se lo lleva la corriente. Esto quiere decir que se van adueñando de tu cabeza, de tus palabras, de tu cuerpo, de tu familia, de tus hijos y de tu vida eterna. Muchas personas van siendo arrastradas por lo que dice el mundo: ahora uno se puede casar con cualquier persona, podemos disponer de la vida de los inocentes, consumir drogas es algo normal, el matrimonio es una institución de tiempos pasados… El mundo nos va arrastrando y los medios de comunicación fortalecen este modo de pensar.
¿Cómo puede ser un periodista libre si se deja llevar por esta contaminación? Así no puede dar un buen servicio al mundo. Si me dejo enfermar no puedo prestar un verdadero servicio para que otros sean libres. Al contrario, mi servicio es para reforzar las nuevas esclavitudes. Lo que puede hacer que preste un buen servicio al mundo es tomar distancia de él, y pueda dar una palabra diferente, un espíritu diferente. Todo cristiano está llamado a eso pero especialmente los consagrados y la prensa católica.
Tengamos cuidado de no parecernos y amalgamarnos con el río cenagoso del mundo para tratar de servir al mundo. La gente espera que les enseñemos con humildad y caridad, pero también con la claridad para ayudarles a sanar sus heridas y vencer las trampas del mundo. Así nos lo enseñó Jesús.
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