El tema de ayer fue de una gran densidad. Por pocos que sean, están repartidos por todo el mundo. Qué misterio el del que entregó toda su vida para servir al prójimo, por amor a los demás, y, con el tiempo, se repliega sobre sí mismo, se mete dentro de su caparazón y no quiere saber nada de los demás, limitándose a lo mínimo imprescindible, a ejercer de funcionario, a ejercer con mala cara y con acritud.
Hay una gran diferencia entre aquellos que están pasando un periodo de tiempo de desánimo, de pereza, de debilidad, de pérdida de la ilusión, y estos otros casos en que alma se encierra en sí misma: no padece depresión, no padece ninguna enfermedad mental, sino una enfermedad del alma. El que tenía que dar la salud a los espíritus está gravemente enfermo.
A mí que me gusta aventurar soluciones a los problemas que veo en la Iglesia, ya dije en mi libro Colegio de pontífices cómo habría que reestructurar la función de los arciprestes para que casos como los que he dicho no queden aislados, sin nadie que se ocupe de ellos en las fases en que el mal todavía puede revertirse. Después, si un caso se aísla, durante años, será un milagro de la gracia lograr algo.
Lo que no debería suceder es que un sacerdote, ni uno solo, entrara en esta situación con toda claridad sin que se desplieguen todos los medios paternales y fraternales para evitarlo. Pero no penséis mal de los obispos. Hay casos en que bien poco se puede hacer. El libre albedrío es el libre albedrío.


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