IGLESIA Y SOCIEDAD | Por Raúl LUGO RODRÍGUEZ |
NdeR: El padre Lugo se refiere a la noticia que circuló hace unos días, que circuló a través de las redes sociales, donde un sacerdote de la arquidiócesis de Yucatán increpa a una jovencita en la comunidad de Tahdziú, supuestamente porque la joven no se confesó para comulgar durante la misa para celebrar sus XV años.
El reciente escándalo público de Tahdziú me suscita algunas reflexiones. No pretendo en esto ser observador imparcial. No podría serlo: soy bautizado y lo que ocurre en la iglesia católica a la que pertenezco me interesa. Además, soy ministro ordenado de esta iglesia y la polémica se ha desatado justamente en razón de las acciones de un presbítero católico, miembro del mismo presbiterio al que pertenezco. Mis reflexiones son, pues, las reflexiones de un creyente que es, además, presbítero. No voy a referirme a aspectos que han sido ya abordados en distintos medios de comunicación (derechos de los niños/as, derechos de los pueblos originarios, derechos lingüísticos…). Mis opiniones brotan de mi experiencia de fe y de los 33 años que llevo de servicio ministerial.
Creo que el acontecimiento de Tahdziú nos ofrece una excelente oportunidad para ejercer la autocrítica en la iglesia. Basta escuchar la opinión de una buena parte de la feligresía para darnos cuenta de las reacciones de indignación que ha suscitado. Esto es tan cierto, que fue señalado incluso en la carta de disculpa que ofreciera la arquidiócesis a través de su vocero. Si perdemos esta oportunidad de plantearnos con seriedad qué hacer para evitar que acontecimientos de este tipo se repitan, bajo el pretexto de que es una crisis provocada por las redes sociales y que, por lo tanto, pronto desaparecerá al ser sustituida por el nuevo escándalo de moda, no nos extrañemos que nuestra invitación a vivir la misericordia sea considerada como palabras huecas y, lo que es peor, cínicas.
Lo primero sobre lo que quiero llamar la atención es sobre nuestra pobre visión de la dignidad humana de todas las personas. El maltrato a los fieles, tenemos que reconocerlo, es un fenómeno mucho más extendido que un simple evento aislado. Es muy frecuente escuchar que las personas son tratadas mal en nuestras iglesias, sea por parte de los empleados de la parroquia hasta por el mismo presbítero a cargo. Si no asumimos esto, difícilmente podremos entrar en camino de conversión. Discípulos y discípulas de Aquel que proclamó que el único ejercicio de poder dentro de la iglesia encontraba su justificación en el servicio a los más débiles (Mt 20,20ss) damos un anti testimonio cuando maltratamos a los fieles. Esto me hace recordar que, cuando comenté con un amigo presbítero el vídeo que apenas dos días antes había sido subido a las redes sociales, me dijo con asombro: “¡Y ya tiene más de cien mil visitas! Total, tanto escándalo por algo tan…” y no terminó su frase. No sé si quiso decir algo “tan poco importante” o si pensó algo “tan normal”. Cualquiera que haya sido su pensamiento, me parece que es una buena muestra de cuán naturalizado está entre nosotros el maltrato.
Una segunda reflexión es sobre las causas de este tipo de actitudes. Aquí tenemos que reconocer también que hay una mentalidad de sacralización de los ministros ordenados que poco bien le hace a un servicio que debería ser humilde y misericordioso. Un resultado de la exaltación del estado clerical, como hablar del “privilegio”, de la “grandeza”, de la “sublimidad” de ser sacerdote, por ejemplo, es que terminamos creyéndonos ese discurso, extremadamente conveniente para mantener categorías diferenciadas dentro de la iglesia, en contra de la renovación conciliar y, lo que es peor, del mismo evangelio que sostiene “Ustedes, en cambio, no se dejen llamar ‘señor mío’ pues su maestro es un solo y todos ustedes son hermanos” (Mt 23,8). Si seguimos cultivando esta mentalidad de desprecio al sacerdocio común de los fieles, si mantenemos la idea de que en la iglesia hay algunos que mandan y otros que obedecen, unos que saben y otros que no saben, fácilmente seguiremos deslizándonos por la pendiente del maltrato.
Una tercera reflexión es, como mucha gente me ha comentado, el ingrediente discriminatorio del suceso. En efecto, lo sucedido en Tahdziú parece impensable en una parroquia urbana. Hay ahí la continuación de una mentalidad de tutela sobre el pueblo maya de la que no hemos logrado desprendernos. Estamos dispuestos a predicar que todos somos iguales, pero en la práctica creemos que unos son “más iguales que otros” (Fidel Velázquez dixit).
Una cuarta opinión tiene que ver con la reacción que hemos tenido como institución ante el suceso. No quiero una comparación, a todas luces desorbitada, entre el escándalo mundial de la pederastia que envolvió a la iglesia en épocas recientes, de mucha mayor envergadura por sus dimensiones devastadoras, y el acontecimiento que aquí tratamos. Pero lo traigo a colación porque la reacción a bote pronto, fue muy similar: las primeras reacciones entre la clerecía se dirigieron a hacer un control de daños, a evitar que se lastimara el prestigio de la iglesia, a adoptar una estrategia que minimizara las consecuencias para la imagen de la institución. ¿Y la joven ofendida? ¿Y su familia? Bien, gracias.
Dicen que la historia es maestra, pero me queda claro que no suele tener alumnos aplicados. Como en el caso de la pederastia, seguimos pensando sólo al último en las víctimas. Por eso me dio gusto que el vocero de la arquidiócesis hiciera una pública petición de perdón a la agraviada y a su familia. La atención de la iglesia ha de dirigirse, en primer término, a los agraviados: ellos son las víctimas. Sin descuidar, desde luego, la estrategia de conversión que ha de ofrecerse al victimario. Quizá, hay que decirlo también, esa es justamente la razón por la que el documento del vocero ha sido tan criticado. Si no hubiese habido el intento justificador, plasmado en el penúltimo, desafortunado párrafo del comunicado, nuestras disculpas hubieran sido mucho mejor aceptadas. Nuestra tarea es anunciar el evangelio, edificar la convivencia comunitaria, no defender la institución a cualquier costo. Y espero que no haya habido ni sombra de responsabilidad por parte de ninguna instancia religiosa en el intento de acallar al comunicador que dio a conocer el vídeo públicamente. Sería gravísimo.
Finalmente, quiero referirme a un detalle poco atendido en el análisis del acontecimiento. Las notas refieren, tanto en la narración original del acontecimiento, como en muchos de los comentarios que pueden leerse por doquier, que “además, pagaron caro por la misa, les costó 1,800 pesos”. No está de más recordar que una de las razones de las insurrecciones mayas en tiempos coloniales fue, precisamente, el alto costo de los aranceles por los sacramentos y las ofrendas onerosas que los clérigos imponían a las familias y comunidades mayas. Parece que los tiempos no cambian. Hemos de cuidar que los aranceles por los sacramentos, mientras no encontremos alguna forma más creativa y menos comercial de buscar el sostenimiento del culto y del clero, no deriven en abusos. No se oponen los mayas a dar su colaboración por los servicios sagrados, sino al cobro abusivo y al maltrato. Bien lo decían los mayas sublevados, los tep ché de las montañas del sur, cuando plantearon su propuesta de reconocimiento de autonomía y su apuesta por la paz el 14 de enero de 1850: Sobre eso que dice tu respetabilidad, de que la limosna del bautismo está asentada por tres reales no más, y el casamiento por diez reales, lo sabemos; y sabemos también pagar misas; esto me agrada mucho, y a todos los de mi raza, y todo esto lo veneramos. Eso de que haya señores curas o señores padres dentro de nosotros, según vayan asentándose los pueblos, así los iremos pidiendo, eso aunque sea ahora mismo, me agrada mucho como a todos los cristianos, ahora los reciben con mucho amor. Pero lo declaro de una vez; mientras las tropas anden con maldades tras los indios, nunca entonces se han de entregar de una vez; que se establezca así, como dicen su respetabilidad; que no se meta el español entre los indios, ni el indio entre los españoles. Así que, si además de cobrar mucho, ofrecemos un servicio tiránico en vez de uno auténticamente pastoral, no nos quejemos de que tras la búsqueda de un buen trato, muchos feligreses huyan de nuestras iglesias.
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