Necesitamos a una madre que nos enseñe a orar
Muchas cosas no nos salen si las hacemos solos. Necesitamos a los demás. Necesitamos aprender. Y la oración es un arte que requiere una profunda humildad porque parece que necesita un volver a empezar, un aprender siempre de nuevo, una conquista que hay que realizarla cada día.
Precisamente el mérito de la oración es que nos devuelve el alma de niños, que nos hace siempre tener un corazón dispuesto a maravillarse por la vida, por lo bello, por la luz, por el aire, por la bondad; que nos devuelve la capacidad de sorprendernos, de tener el estupor de que hablaba Juan Pablo II. Pero esto requiere un reconocerse niño, un saberse siempre necesitado, un reconocerse mendigo, un corazón contrito y humillado. Y por eso es que necesitamos en la oración la presencia y la compañía de María.
Es más fácil orar con Ella. Con Ella orar sale espontáneo porque con Ella nos podemos dirigir a su Hijo en toda confianza, sin rodeos inútiles, sin palabras que sobran. Podemos dejar que el corazón se exprese con ese lenguaje que es inteligible a todo ser que ama y que desea ser amado.
Por eso orar al lado de María es un atajo para penetrar en el castillo interior de la oración. Ella no te molesta. Ella te deja ser como eres. Ella te alienta, te apoya, te estimula, te da esa forma ligera de hacer las cosas que viene del corazón que ama.
La oración de María
María vivía en continua oración, en continuo diálogo interior con su Hijo. Ella captaba los latidos del corazón de su Hijo como ningún ser humano lo ha hecho ni podrá hacer porque era el amor de Madre que iluminaba su vida, que era capaz de conocer lo que la mente no podía penetrar, por ser demasiado grande. Y Jesús se acostumbró también a este diálogo. Él vivió arropado del calor y de la luz del Corazón de María y entre ellos se instauraba una armonía que los teólogos llaman “alianza de corazones”.
Eso es la oración: restaurar esa alianza entre Dios y el hombre, rota por el pecado; restaurar la confianza, recuperar la capacidad de amor sin límites; hacerse vulnerable hacia el otro, dejarse conquistar por el amor del otro, dejarse amar sin miedos y amar sin límites.
Y María hacía esto “con todo el corazón, con toda el alma, con todo su ser, con todas sus fuerzas”, como el mandamiento divino pide que amemos a Dios; no con un esfuerzo titánico, inalcanzable al ser humano, sino con la misma naturalidad con que una madre es capaz de querer al fruto de sus entrañas.
Vayamos a la escuela de oración con María. Ella no nos enseñará teoremas difíciles ni fórmulas complicadas. No se expresará con pensamientos abstractos, sino que usará ese lenguaje del corazón que usa razones que la razón misma no conoce, pero las conocen los que aman y los quieren amar. Con María se te abre el corazón, con María se descubre la esperanza, con María amar a Dios y ser amados por Él es algo tan sencillo como vivir, ser y existir. María enséñanos a orar. María, enséñanos a amar. Amen.
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