EDITORIAL

Inolvidable y efectiva arenga


“¡Vale la pena consagrarse al hombre por Cristo!”, fue la frase que hace 35 años pronunciara el Papa Juan Pablo II a miles de Seminaristas de todo México desde la Casa del Seminario Diocesano Mayor de Guadalajara, al ofrecer, desde ahí mismo, un Mensaje lleno de emoción y alegría.

En su primera salida de Roma como Pontífice, encabezó en esta ciudad una jornada, aquel lunes 30 de enero de 1979, nutrida y llena de fiesta para todo el Occidente del país. Hoy, a unos días de que sea declarado Santo de la Iglesia Universal, el Seminario de Señor San José recuerda dicha exclamación como una motivación para celebrar el “Día del Seminario”; efeméride que lleva como Lema precisamente esa evocación particular.

Tal jornada diocesana ofrece diversos aspectos, todos muy importantes. Desde la oración como incentivo espiritual, hasta las variadas formas de colaboración desde las Parroquias.

La palabra Seminario tiene relación directa con el vocablo semilla y sembrador; recuerda, de inmediato, la Parábola de Jesús: “Salió el sembrador a sembrar su semilla…” La semilla es buena; la tierra que la recibe es variada, indefinida, indistinta, pero también adecuada y a veces maravillosa.

La vocación es una llama viva que Dios enciende, que arde, pero que puede vacilar y lentamente apagarse. No es raro que, después del éxtasis, venga la decepción. La vocación tiene su primer vivero para nacer, crecer y fortalecerse, en el hogar. En cada historia de las miles de vocaciones que han germinado y llevadas a buen término, está siempre la mano de Dios; pero, de singular manera, en el don de acogerla y cultivarla se encuentran la familia y el entorno parroquial.

Hablar del Seminario es hablar de la familia, en muchos sentidos. La propia, que educa, advierte, estimula y clarifica con el consejo y la oración. También involucra a otras familias sencillas, que han fungido inicialmente como almas caritativas que atienden al Seminarista en el aseo de su ropa, e implica, asimismo, a quienes, entre otras tareas, contribuyen con sus plegarias, el apoyo emocional y la ayuda económica. Un sinnúmero de familias han estado atentas a estas necesidades elementales, que han fortalecido la esencia de la vocación.

Blas Pascal, Filósofo francés, alguna vez habló de una distinción importante que nos ayuda a entender mejor la vocación: el espíritu de gracia y el espíritu de geometría. El primero, añade sensibilidad al raciocinio, intuición y dimensión espiritual. Aquí nace la vocación y surgen los grandes valores; aquí está la raíz de la excelencia, los grandes sueños, los motivos y los compromisos a los cuales vale la pena dedicar energías y tiempo. Es en donde se fragua la vocación sacerdotal como responsabilidad personal, pues, como dádiva, Dios la da a quien quiere. Es Don y Misterio, como lo señaló Juan Pablo II al reflexionar sobre su propia vocación.

El otro modo es el espíritu geométrico, el del cálculo para la ganancia, y del trabajo interesado en la eficacia y el poder. Donde hay concentración de poder no hay ternura ni amor. Ahí no hay vocación genuina; hay escalones por conquistar, la lucha para sobresalir, aunque se desprecie a los iguales; pugna muy poco evangélica.


¡Dios sigue llamando, habrá que escucharlo y seguirlo genuinamente!


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