Juan López Vergara
Nuestra Madre Iglesia dispone sobre la Mesa de la Eucaristía un pasaje del Evangelio que manifiesta la firme certeza de que Cristo ya ha venido y, por tanto, esperamos su retorno, exhortándonos a prepararnos para tan anhelado encuentro (Lc 3, 1-6).
A enderezar los senderos de nuestra vida
El Evangelista San Lucas, digno hijo de su tiempo, reseña el contexto geopolítico en que tuvo comienzo la Misión de Juan el Bautista, mediante un sucinto esbozo de las coordenadas históricas en que confluyeron el mundo pagano y el pueblo de Israel (véanse vv. 1-2). El Evangelista no quiere sólo informar, cuanto mostrar que la Salvación de Dios, venida con Jesucristo, no es algo intemporal, sino que se insertó en una Historia y una Geografía concretas.
Lucas suele dar singular relevancia teológica a los lugares. La historia de Juan comenzó en el Templo de Jerusalén, indicando así que su vocación surgió del corazón mismo del Antiguo Testamento (compárese Lc 1, 5-25). Esto significa que el Mensaje del Precursor manifiesta la preparación del Evangelio de Jesús: el Cristo; y este Mensaje del Bautista es contundentemente claro: quienes anhelen ver la Salvación, tendrán que dedicarse a la tarea de enderezar los senderos de su vida (véanse vv. 3-6).
No hay mayor entre los nacidos de mujer
Para comprender estas palabras del Precursor, debemos constatar que su testimonio se caracterizó por la rectitud de su proceder ante Dios, ante sí mismo y ante los demás (véase Lc 3, 15-16). Juan el Bautista fue una persona íntegra; virtud que celebró el propio Jesús: “No hay, entre los nacidos de mujer, ninguno mayor que Juan” (Lc 7, 28).
Uno de esos cuentos que cuentan lo que cuenta
El primer paso para crecer como persona radica en nuestra decisión de ser sinceros con nosotros mismos. Preguntémonos, en este tiempo de Adviento, por aquellas barreras que pudieran impedir el arribo de la Buena Nueva a nuestras vidas.
Y para ello proponemos un cuento, de esos que cuentan lo que cuenta: “Érase un joven que consideraba poseer ya la madurez para empezar a formar parte de los miembros adultos de su pueblo y asumir sus responsabilidades. Como prueba, le pidieron que buscara, durante un lapso que no excediera de tres días, a un león, a un rinoceronte y a un elefante. Debería interceptarlos, y después de observarlos y estar seguro de haber sido visto por ellos sin provocar su agresión, regresar y presentarse ante el Consejo. El aspirante se lanzó a la aventura. Cumplió con los dos primeros desafíos, pero al elefante, por más que lo buscó, no pudo encontrarlo. Volvió a los suyos, y con honestidad, confesó su fracaso. Aquellos sabios le contaron que habían motivado intencionalmente la estampida de los elefantes, y por eso no los había localizado. Pero, orgullosos, lo declararon como un adulto, por haber superado la prueba más importante al haberse comportado rectamente sin ocultar la verdad”.
El Evangelio nos exhorta a preparar el encuentro con el Señor actuando con rectitud, construyendo el camino de nuestra vida, así como predicó con su propia vida Juan, el mayor entre los nacidos de mujer, con la certeza de que “el más pequeño en el Reino de Dios es mayor que él” (Lc 7, 28).
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