La Ley Calles, el detonador de la Guerra Cristera

A 90 años de aquella aberración

elías calles 2

Pbro. Tomás de Híjar Ornelas
Cronista de la Arquidiócesis de Guadalajara

Aunque ante la Historia el Presidente de México, General Plutarco Elías Calles, sea el responsable directo de la mayor pérdida de vidas humanas que conflicto alguno haya producido en este país (250 mil víctimas), nada de esto hubiera sido posible, de no haberse combinado tres factores: el ascenso del militarismo, que a partir de 1913 mató en su cuna el breve lapso democrático que dos años antes inauguró la malograda gestión presidencial de Francisco Ignacio Madero González; el anticlericalismo radical del pequeño grupo masónico de Jacobinos, encabezado por Francisco José Múgica, quien injertó en los Artículos 3º, 5º, 24º, 27º y 130º de la Constitución de 1917 una serie de disposiciones altamente vejatorias de la libertad religiosa; y la mancuerna que hicieron Calles y su Secretario de Gobernación, Adalberto Tejeda Olivares, con el abierto y deliberado propósito de descatolizar al Pueblo de México.

Una de las primeras víctimas de la Ley Calles fue el presbítero Gumersindo Sedano%2c del clero de Colima

El nuevo ordenamiento
Precisamente hace 90 años, el 21 de junio de 1926, el Diario Oficial promulgó los 33 Artículos de una Iniciativa de Ley para modificar el Código Penal Federal “en materia de culto religioso y disciplina externa”, que presentó Elías Calles a un Congreso de la Unión que estaba enteramente a su servicio.
Dicha Ley facultaba al Ejército y a las Autoridades Estatales y Municipales a aplicar multas que hoy equivaldrían a 300 mil pesos, y arresto de 15 días a seis años, a los infractores de la misma.
Prohíbe “el ministerio de cualquier culto”, o sea, “la realización de actos religiosos, administración de sacramentos, prédicas doctrinales y proselitismo religioso”, a quien no sea mexicano por nacimiento; castiga que se imparta instrucción religiosa en las Escuelas Primarias; que atiendan éstas Religiosos, Religiosas y Eclesiásticos, y dispone la disolución de cualquier forma de vida consagrada.
También niega validez oficial a los estudios hechos en los Seminarios, restringe la libertad de expresión a las publicaciones confesionales, castiga a los Sacerdotes que, de palabra o por escrito, en público o en privado, hagan referencia a las Instituciones políticas, critiquen las Leyes, a las Autoridades o al Gobierno, así como llevar en la calle “trajes especiales” o “distintivos”.
Confina los actos religiosos de culto público al interior de los Templos, y a éstos los sujeta a la vigilancia de la Autoridad Civil. Nacionaliza todos los bienes raíces de la Iglesia y los capitales impuestos sobre ellos, y deja al criterio de la Federación autorizar la licencia para construir Templos o decidir cuáles, de los ya registrados y puestos bajo la responsabilidad de un ciudadano, seguirán abiertos. Dispone la ocupación inmediata de los Curatos, Obispados, Seminarios y Conventos para uso del Gobierno, y amenaza con suspensión y otros castigos a las Autoridades Civiles que no hagan cumplir esta Ley.
Empero, lo más calamitoso del nuevo ordenamiento fue el Artículo 20º, que concedía “acción pública para denunciar las faltas y los delitos a que se refiere la presente Ley”, pues equiparaba las faltas “en materia de culto religioso y disciplina externa” a los delitos penales graves, como si las prácticas religiosas fuera de los Templos o más allá de la intimidad del hogar laceraran a la Sociedad. A partir de ese momento, una simple denuncia orillaba al Estado a usar todo su peso contra los presuntos infractores, convirtiéndose esta Legislación en una licencia para matar y reprimir a los católicos sólo por serlo.
Dado el cariz que fueron tomando las cosas, el Episcopado Mexicano dispuso que, a partir del 1º de agosto de 1926, día en que entraba en vigor la Ley Calles, todos los Sacerdotes se retiraran de los Templos en señal de protesta. En lo sucesivo, y mientras no se dispusiera lo contrario, el Clero no debía más administrar los Sacramentos dentro, sino fuera de los Templos, en la clandestinidad; si bien esto era, según la Ley Calles, de todos modos un delito grave.
La Ley Calles estuvo vigente hasta 1992.

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