Juan López Vergara
Nuestra Madre Iglesia ofrece para hoy un pasaje del Santo Evangelio muy esperanzador, que nos recuerda el envío que hizo el Señor Jesús de un grupo de setenta y dos seguidores suyos, a proclamar el Reino de Dios (Lc 10, 1-12. 17-20).
Todos debemos ser testigos
El relato de la Misión de los Setenta y dos, exclusivo del Evangelio según San Lucas, nos permite conocer una honda preocupación de su comunidad, inquieta por dar a conocer que la responsabilidad misionera no se circunscribe a los Doce: “En aquel tiempo, Jesús designó a otros setenta y dos discípulos y los mandó por delante, de dos en dos, a todos los pueblos y lugares a donde pensaba ir” (v. 1). Lucas quiere presentar la Evangelización como una obra en la que deben contribuir todos los discípulos de Jesús. El Concilio Vaticano Segundo expresa: “Es de desear que los Laicos se dediquen a los estudios sagrados, reconociéndoles la libertad de investigación y de manifestar la propia opinión” (GS, 62). Quiero insistir, una vez más, que el señor Cardenal José Francisco Robles Ortega, en un artículo muy alentador, enseña: “Los laicos no tienen permiso para evangelizar; tienen el derecho y el deber” (“Palabra del Pastor”, en Semanario, 30 de junio de 2013).
Llevar el Evangelio casa por casa
Las primeras palabras del Señor Jesús indican que la vocación de cada discípulo es obra y Gracia de Dios: “La cosecha es mucha, y los trabajadores, pocos. Rueguen, por lo tanto, al Dueño de la Mies, que envíe trabajadores a sus campos” (v. 2). El Señor Jesús, después, los invitó a ponerse en marcha, con un aprovisionamiento que sorprende por su simplicidad y desprendimiento (véanse vv. 3-4). La pobreza es condición indiscutible para entrar en el Reino de Dios, y distintivo de los que lo anuncian (véase Lc 6, 20). La logística de la Misión es muy sencilla: llevar el Mensaje del Reino de Dios casa por casa, ofreciendo la paz como saludo y don, sin olvidar que lo decisivo no radica en el bienestar personal, sino en el Anuncio de la Buena Nueva (véanse vv. 5-12).
‘Alégrense de que sus nombres están escritos en el Cielo’
El regreso fue realmente gozoso, pues habían experimentado el Reino de Dios iniciado por Jesús. Los discípulos se dirigieron entonces a su Maestro, con el título de ‘Señor’, manifestándole que, al pronunciar su Nombre, hasta los demonios se les habían sometido (véase v. 17); pero Jesús, habiendo ratificado su experiencia (véanse vv. 18-19), los exhortó a discernir cuál debía ser el verdadero motivo de su júbilo: “Pero no se alegren de que los demonios se les sometan. Alégrense, más bien, de que sus nombres están escritos en el Cielo” (v. 20).
Para los discípulos, pues, la suprema razón de su alegría es el saberse elegidos por Dios para ser partícipes en la gran Misión del Reino. Y, como afirma el Padre Luis Alfonso Zepeda en un libro preciso y precioso: “La pertenencia al Reino comienza con la escucha de la Palabra de Dios” (La Buena Nueva de Jesús. El Reino de Dios, Guadalajara 2014, Pág. 16).
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