Por Marcelo López Cambronero |
Nos quedamos anonadados al ver cómo los políticos desertan de la política, se olvidan de la construcción del bien común y se encierran en sus rencillas y constantes esfuerzos por manipular a la opinión pública en su propio beneficio. Parece que a nadie le importe el alma de la patria, la generación de un horizonte de convivencia y de justicia o la unidad y la concordia que puedan propiciar un país para todos.
La democracia exige que los actores políticos comprendan que el contrincante, el que piensa de manera distinta, es un bien, y que sólo podemos ser nosotros mismos y comprender la realidad reconociendo la verdad que existe en los diversos puntos de vista.
La semana pasada ha sido “terremótica” en casi todas partes y los movimientos de las capas profundas de nuestras sociedades han hecho salir a la luz desechos acumulados durante años de egoísmo y desencanto. El Reino Unido renuncia a seguir buscando un camino de unidad en Europa, los movimientos nihilistas de extrema izquierda y de extrema derecha –casi indistinguibles- se afianzan por doquier, Estados Unidos se prepara para unas elecciones decisivas que pondrán a prueba el difícil equilibrio internacional, Venezuela se muere de hambre y México se retuerce por el dolor de sus víctimas y por su desgarro interior.
El Papa Francisco ha vuelto varias veces su mirada sobre esta problemática. Al regresar de su viaje apostólico a Armenia recordaba, con un tono de respeto y comprensión, que “la fraternidad es mejor que la enemistad y las distancias. (…) Los puentes mejores que los muros”. De esta forma insistía en la línea central del discurso que pronunció al recibir el Premio Carlomagno, cuando señaló que “si hay una palabra que tenemos que repetir hasta cansarnos es esta: diálogo. Estamos invitados a promover una cultura del diálogo, tratando por todos los medios de crear instancias para que esto sea posible y nos permita reconstruir el tejido social. La cultura del diálogo implica un auténtico aprendizaje, una ascesis que nos permita reconocer al otro como un interlocutor válido; que nos permita mirar al extranjero, al emigrante, al que pertenece a otra cultura como sujeto digno de ser escuchado, considerado y apreciado”.
Esperamos de quienes se ocupan de la “cosa pública” que tengan la suficiente altura de miras, pero también debemos asumir nuestra propia responsabilidad y decidir si estamos dispuestos a trabajar por un bien que nos una a todos en un proyecto común.
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