La tradición cuenta que los hermanos quedaron huérfanos tempranamente, siendo Vicente, el mayor, quien se encargó del cuidado de sus hermanas. A inicios del siglo IV, los tres llegaron a Ávila, huyendo de Publio Daciano, prefecto romano de Hispania y gobernador de la Bética, quien era el encargado de ejecutar las órdenes de Diocleciano en la Península. Acusado de profesar el cristianismo, Vicente fue tomado prisionero y se le exigió que abjurara de su fe, e hiciera sacrificios a los dioses paganos so pena de ser castigado y ejecutado. Dice la leyenda que cuando fue llevado al templo de Júpiter para ofrecer el sacrificio, la roca del atrio se hundió con el peso de su cuerpo y quedaron las huellas de sus pies marcadas en la piedra.
Hay dos versiones sobre lo que pasó a continuación. Una señala que los guardias, después del portento de la roca, huyeron despavoridos y los hermanos escaparon; la otra, que Vicente fue encerrado de nuevo, pero que los guardias, presos del temor por un mal augurio, lo dejaron escapar junto a sus hermanas quienes lo habían ido a visitar a la prisión. Sea como fuere, ambas versiones coinciden en el desenlace: los hermanos lograron refugiarse en las cuevas de las montañas cercanas a Ávila. Lamentablemente, fueron capturados y, esta vez, sin opción de salir con vida. Fueron condenados a muerte, torturados y ejecutados. Así, entregaron sus vidas en el martirio, negándose a renunciar a Cristo.
Hoy los restos de Vicente, Sabina y Cristeta se conservan en la Basílica de San Vicente en Ávila.
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