En el retiro estábamos 26 curas diocesanos y dos de la prelatura, uno el organizador y el predicador. No voy a entrar a desgranar los defectos en el elemento humano presente en el retiro. Por lo menos no es mi estilo comenzar a pecar nada más salir del retiro espiritual. Si pensáis eso, estáis muy equivocados. Yo no soy así. Quizá más adelante sí, pero no nada más haber salido del horno y con todos los propósitos todavía calentitos y humeantes.
De manera que lo siento, pero me guardaré los defectos en mi pecho, pirañitas. Que soís una pirañitas. Lo que sí que os diré es que lo que más me edificaba eran los sacerdotes ancianos. Los curas ya cercanos a los ochenta años, cargados de méritos que han trabajado toda una vida por el mantenimiento del Evangelio en esta sociedad, era lo que más me gustaba mirar. Allí los veías, con su paso lento, sus sotanas, sus canas, algunos apoyándose en sus bastones. Toda una vida de trabajo y oración.
Hago notar que todos los curas iban vestidos de negro y más de un tercio con sotana. Sé bien la proporción porque discretamente los conté en el comedor. Y entre todos ellos, a mis ojos, destacaba uno por su aspecto venerable. Había una cierta majestad humilde en él. Sólo con verle el rostro, te dabas cuenta de que estabas ante un gran hombre de Dios, modesto, pero imponente en el espíritu que se traslucía. Puedo decir su nombre: Aurelio Fernández.
Después me enteré de que era un gran teólogo, autor de muchos libros y artículos. A pesar de sus noventa años, presentaba un aspecto fresco y despierto. Su rostro manifestaba una nobleza como ninguno en ese retiro.
Encima nos nevó seis horas el jueves. Yo salí afuera con envuelto en mi cappa parva. Esa capita con capucha fue la sensación de los curas. Noté una cierta pequeña envidia contenida. Y tengo también el mantello romano, que es más grande y elegante, añadí con fingida inocencia.
Publicar un comentario