Me han pedido que diga alguna palabra acerca de la petición que la Conferencia Episcopal Alemana ha hecho a Roma para que se pueda permitir la comunión en las iglesias católicas de algunos protestantes. Acerca de este asunto se les ha acusado en las redes sociales a esos obispos de no ser católicos y de otras muchas cosas lamentables. Disiento totalmente. Creo que una reforma canónica en ese sentido no vulnera ningún principio dogmático. Reproduzco aquí mi opinión que aparece en mi libro Ex Scriptorio, Dos Latidos, Benasque 2016, pg. 41-46. Reproduzco a continuación esa parte. Pero antes quiero dejar muy claro que el cardenal del cuadro superior no tiene nada que ver con mis muchos extravíos teológicos. Su función, lamento decirlo, es decorativa:
La comunión del cónyuge protestante en una iglesia católica
En el año 2016, un obispo luterano sueco comulgó en la Basílica Vaticana. Los obispos católicos suecos, en los días siguientes, emitieron un comunicado recordando la norma de la Iglesia acerca de este sacramento en relación a los cristianos que no están en comunión con la Iglesia. Antes, el Papa Francisco en una visita en 2015 a una iglesia luterana trató de responder a una mujer luterana casada con un católico cuando le preguntó acerca de si podía comulgar cuando iba a la misa católica. La respuesta papal no fue clara.
Pero imaginemos una situación que se repite decenas de miles de veces en algunos países como Estados Unidos. Un hombre católico se casa con una mujer luterana. La esposa ha asistido, al cabo de veinte años de matrimonio, a más de ochocientas misas católicas con más de ochocientas predicaciones. Hay casos en que la mujer protestante no siente que deba abandonar la fe de sus padres, la fe en la que creció desde niña. Sin embargo, cree en la presencia real de Cristo en la Eucaristía. A una mujer de intensa fe religiosa, que vive en gracia de Dios, que anhela recibir el Pan de Vida (del que habla la Biblia en la que ella cree), ¿no se le podría permitir la recepción de ese don divino?
Mi opinión al respecto es que este tema sí que podría ser estudiado por los teólogos en orden a conceder algunas ulteriores permisiones; más allá de las que ya han sido concedidas a los pertenecientes a las iglesias orientales. Cierto que poseemos una tradición acerca de la unión entre la recepción del sacramento de la comunión y la comunión eclesial. Es cierto que la coparticipación del Cuerpo de Cristo, desde el principio, se convirtió en símbolo de la coparticipación de la vida de un mismo cuerpo eclesial. Observemos que no es lo mismo ortodoxia (ortodoxia de la fe católica) que comunión (pertenencia viva a una comunidad eclesial bajo los legítimos pastores). Uno puede ser ortodoxo en la fe y no estar en comunión.
Durante los primeros siglos, las comunidades (que formaban grupos con férrea unidad) negaron la comunión en el Cuerpo de Cristo a los que fueran elementos disgregadores de esa unidad eclesial; era algo lógico y natural. En la época de San Clemente Papa y de san Ireneo de Lyon, hubiera sido impensable una concesión como la que actualmente concede actualmente el Código de Derecho Canónico a los cristianos de iglesias ortodoxas o coptas. “¿Cómo va a recibir alguien el Cuerpo de Cristo, cuya comunión es símbolo de unidad, si no existe esa unidad?”, hubiera protestado un san Cirilo de Jerusalén. “Sería un acto falso, sería expresión de una falsa paz”, hubiera insistido. En esa época, eso era lo que se debía hacer. Haber actuado de otra manera hubiera producido irreversibles distorsiones eclesiológicas en los siglos por venir: en cinco siglos más, hubiéramos tenido veinte versiones del cristianismo coexistiendo.
Es lógico que, durante un largo periodo de la Historia de la Iglesia, tuviera absoluta prioridad proteger esa unidad eclesial con el mismo celo con que se aislaba a un leproso para que la infección no se extendiera en la comunidad. En esa época no había actos ecuménicos ni era conveniente que los hubiera. Pero hoy en día la situación es diferente.
No es que seamos más laxos, es que cualquier persona razonable se da cuenta de que vivimos una situación diferente en relación a nuestros hermanos separados. Hagamos lo que hagamos con nuestras “armas eclesiales” (excomunión, aislamiento de ellos, fuertes condenas verbales, etc) los protestantes van a seguir estando junto a nosotros, a no ser que ocurra un milagro como Pentecostés. Así que es mejor que nos centremos en considerarlos como lo que son: parte de la gran familia cristiana. Por el lado negativo, ya no vamos a conseguir más. Por el lado positivo, al menos, reinará el amor, la ayuda, la comprensión.
Por eso, dado que no estamos hablando del protestantismo como de una realidad transitoria, dado que tratamos de tender la mayor cantidad de puentes posibles, desde luego no veo ninguna imposibilidad dogmática para que un protestante que crea en la presencia real de Cristo en la Eucaristía y que, al mismo tiempo, esté en gracia de Dios pueda recibir este misterio sagrado en una iglesia católica.
Cierto que, hoy por hoy, tal posibilidad no está contemplada en la legislación canónica. Pero eso no es ningún argumento en esta discusión, únicamente es la constatación de un hecho histórico. La misma tradición secular es solo la constatación de un hecho histórico, de una decisión de los pastores, no de una imposibilidad dogmática. Recordemos que hasta el Vaticano II hubiera sido impensable que un griego ortodoxo comulgase en una misa católica. Y hoy, bajo ciertas condiciones, eso está permitido por el Código de Derecho Canónico. Esa permisión actualmente contemplada en la legislación eclesial implica que no es necesaria de forma absoluta la comunión eclesial perfecta para la recepción de ese don. Basta una comunión de fe suficiente (aunque no sea perfecta) para recibir la Eucaristía.
El que luteranos, anglicanos, episcopalianos y tantos otros bautizados pudieran acercarse con fe, respeto y devoción a recibir este don yo lo vería como un paso positivo hacia la creación de una gran comunión eclesial de todos los bautizados, comunión todavía imperfecta, pero real. La permisión sería bueno que se extendiese a todo cristiano que esté en gracia de Dios y creyese en la presencia real de Cristo en la Eucaristía.
Cierto que considerar que uno está en gracia de Dios es una percepción subjetiva. Pero eso es así, tanto en el protestante, como en el católico. La fe en la presencia de Cristo en la Eucaristía sí que reviste la característica de un elemento más objetivo.
Todos debemos obedecer las prescripciones del Derecho de la Iglesia, puesto que han sido dadas con autoridad apostólica. Por tanto, yo no me considero exento a la obediencia a los sagrados cánones. Pero los teólogos y pastores podrían reflexionar acerca de lo benéfico que resultaría abrir esta posibilidad. Mi opinión es que no existe ningún problema dogmático en desatar lo que ahora está atado. Mantener la actual normativa se basaría solo en razones de conveniencia para la Iglesia. Pero considero que conceder el permiso general para acceder a este sacramento sería más beneficioso que los posibles perjuicios ocasionales. El perjuicio se reduciría a la recepción de alguien que no debería recibirlo. Pero, en general, comulgarán quienes creen y quienes se han hecho dignos de ese misterio sagrado.
El número de matrimonios mixtos entre un cónyuge protestante y otro católico de ningún modo va a disminuir en ningún país. Así que sería gozoso que llegara el día en nuestras misas tengamos de forma ordinaria a miembros presbiterianos, evangélicos o anglicanos que reciban la sagrada comunión de manos de ministros católicos.
Lo que los cánones ya hoy día permiten respecto a este campo, lo permiten porque hubo teólogos que trabajaron para que se diera un paso adelante. Esto no supone un triunfo del relativismo, sino la conciencia de que existe una comunión imperfecta pero real entre los cristianos de casi todas las denominaciones. El Cuerpo de Cristo hará efecto en el alma tanto de un presbiteriano, como de un baptista, lo mismo que en el alma de un católico. Son las disposiciones las que harán que en uno produzca más efecto espiritual.
Sé que los cánones hoy no lo permiten, pero la unción de los enfermos en un luterano hará efecto al igual que lo hará en un católico: es un efecto en el alma que se traduce en gracias. Pienso que la Iglesia podría permitir también la concesión de la unción de los enfermos a los cristianos (de cualquier denominación) que lo pidan. Si un seguidor de Cristo pide la acción de un misterio sagrado a la Iglesia Católica justo antes de morir, ¿qué ventajas tiene no concedérselo? Solo podríamos invocar el peligro de relativismo para los fieles católicos. ¿Pero entonces no deberíamos haber prohibido la comunión católica de los orientales ortodoxos? Y si prohibiéramos eso, ¿por qué no prohibir las vísperas conjuntas de un Papa (como Benedicto XVI) en la abadía anglicana de Westminster? Y si prohibiéramos eso, ¿por qué no prohibir también el rezar juntos de forma privada e individual? ¿No quedaría más claro lo malo que es el relativismo y lo bella que es la fe?
San Pablo, en un momento dado, consideró que eso era lo mejor. Y en ese momento, no lo dudo, fue lo más adecuado. Cualquier desviación al principio, hubiera podido generar, como ya he dicho antes, grandísimas distorsiones, una bola de nieve (bola de confusión) que cada vez se hubiera hecho más grande. Pero, hoy día, la razón nos indica que por el lado de la exclusión y la condena ya lo hemos intentado todo. Ahora queda intentar lo más que podamos el obrar por el lado del amor. Comprensión y acogida no es igual a relativismo. El párroco de cada parroquia (que es pastor en una fe) hará bien en abrir los brazos para recibir a todos. Ojalá que pronto pueda invitarles a que suban a la mesa donde está Cristo.
Hasta entonces, todos debemos obedecer la legislación de la Santa Madre Iglesia, porque los sucesores de los Apóstoles han atado lo que han visto bien atar. Y las cosas están atadas con una autoridad delegada que es la de Jesucristo. Pero la Iglesia es un espacio de libertad, y hasta yo, un humilde presbítero, puedo proponer y dar razones a favor de un cambio.
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