Cristo mismo es el santuario

“Tú promulgaste tus mandamientos para que se cumplieran íntegramente”

Salmo 119, 4

Este salmo, en su totalidad, es un canto de reconocimiento de los preceptos divinos, una oración de súplica de la gracia para poder amarlos y cumplirlos celosamente ya que en ellos se encuentra todo el deleite y la felicidad de la que nos es posible gozar durante nuestra peregrinación por esta vida.

El todo el Antiguo Testamento se ve cómo la gracia ha inspirado a los hombres a buscar, amar y conservar las normas divinas como fuente de santificación y glorificación de Dios.

Los católicos, como los protestantes, encontramos dichas normas en la Sagrada Escritura pero, a diferencia de ellos, también en las enseñanzas de los sucesores de los apóstoles y en el Magisterio de la Iglesia el cual es el producto de razonar lo anterior habiéndolo articulado con una variedad de criterios tomados de la historia y la tradición; es decir, las enseñanzas de Cristo al día de hoy se han ampliado y profundizado gracias a que el Espíritu Santo ha derramado su gracia sobre quienes, por su fidelidad a la Palabra de Dios, tienen autoridad para enseñar sus preceptos.

Así es cómo un párroco nos enseña, por ejemplo, desde algo tan simple como las razones para guardar silencio antes de empezar la misa, hasta algo más elaborado como sería las razones por las que la Liturgia conserva normas cuyo contenido se adentra en la Palabra de Dios razonada desde la Tradición y el Magisterio.

Con lo anterior pretendo resaltar de la Liturgia la importancia de la adhesión que hemos de dar por ejemplo, a las rúbricas ya que son un aspecto visible de Cristo actuando como de pilar de su Iglesia.

Es la adhesión a la que nos mueve la gracia en el n. 10 de Sacrosanctum concilium cuando señala que “la Liturgia es la cumbre a la cual tiende la actividad de la Iglesia y al mismo tiempo la fuente de donde mana toda su fuerza” debido a que “de la Liturgia mana hacia nosotros la gracia como de su fuente y se obtiene con la máxima eficacia aquella santificación de los hombres en Cristo y aquella glorificación de Dios, a la cual las demás obras de la Iglesia tienden como a su fin”

Tan solo un párrafo de dicha Constitución ofrece sentido a las normas establecidas desde el Antiguo Testamento por las que Zacarías bendijo “al Señor, Dios de Israel, por haber visitado y redimido a su pueblo suscitando una fuerza de salvación en la casa de David su siervo” dando cumplimiento a la promesa hecha desde antiguo por boca de los santos profetas. Salvación “que nos libra de nuestros enemigos y de la mano de todos los que nos odian” y concedida para que, “libres de temor, arrancados de la mano de nuestros enemigos, le sirvamos con santidad y justicia, en su presencia, todos nuestros días”

Zacarías fue uno de los últimos sacerdotes del Antiguo Testamento a quien le resultó difícil fiarse de la promesa del Señor pero, por gracia, consiguió confiar y ser obediente a semejanza de su hijo, Juan el Bautista, quien con fidelidad defendió la norma establecida respecto al adulterio.

Y digo “aún en perjuicio propio” porque así es como se defiende la Verdad pero también el Bien y la Belleza. Se defienden de manera opuesta a lo que espera el mundo. Se defienden yendo en sentido contrario a la complacencia, a la condescendencia, a las siempre muy ambiguas (por lo fácil de malinterpretar) “razones pastorales”.

Por siglos la sacralidad del santuario hecho de piedra se defendió aun en perjuicio propio y, aunque en nuestro tiempo sus puertas están abiertas, no por ello, quienes penetran, lo que contiene o lo que allí se dice o hace, deja de ser menos sagrado.

No por ello se deja desprotegido.

Ya lo dijo Sacrosanctum concilium que “para realizar obra tan grande, Cristo está siempre presente en su Iglesia, sobre todo en la acción litúrgica” (n.7)

El santuario, como hechura humana, ha desaparecido.

Ahora Cristo es el santuario en el que penetramos en toda acción litúrgica.

El Santuario dentro del cual, por gracia, somos transformados en ofrenda al Padre por manos del santo sacerdote actuando en la persona de Cristo.

En estos días, cuando se conoce acerca de los niveles estratosféricos que ha alcanzado el incumplimiento de las normas litúrgicas, no se puede menos que reconocer la urgencia de suplicar piedad para quienes ostentan autoridad ya que, de seguir cambiando unas normas (que nunca se pretendió cumplir) para legalizar su incumplimiento, no se vislumbra en el panorama eclesial otra cosa que un resto fiel que habrá conservado con amoroso cuidado y diligencia los santos despojos de Cristo.

Acaso puede vislumbrarse otra cosa? 

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