Hace muchos años, cuando yo era un sacerdote joven, pude haber tenido la tentación de reinterpretar el cristianismo de un modo más liberal, más moderno, más permisivo. Tentación intelectual que hubiera tenido consecuencias más graves. Pero aquello no llegó ni a tentación, sólo se quedó al nivel de una idea que viene a la cabeza y es desechada en seguida.
La razón de esa firmeza es que mi mente no dejaba de ver que la teología formaba un todo compacto, lógico, conexo e interrelacionado entre sí. Una variación en la moral, tenía repercusiones en la exégesis, en la Tradición, en la eclesiología, en toda la dogmática.
No resultaba posible permitirse permitirse algo en materia moral sin que eso repercutiera en la pérdida de sentido del monacato, en la falsedad de la Subida al monte Carmelo o en la pérdida de fundamento para la defensa del dogma de la infalibilidad pontificia. No se podían hacer chapuzas ni apaños, sin que el entero edificio lógico se tambaleara.
Jugué muchas veces a ese ajedrez dogmático-intelectual. El resultado era siempre el mismo tras probar miles de jugadas, miles de combinaciones: el Depósito de la fe de la Iglesia sólo podía ser como era.
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