Domingo 3º Cuaresma (C)

(Cfr. www.almudi.org)

 

(Ex 3,1-8a.13-15) "Soy el que soy"
(1 Cor 10,1-6.10-12) "El que se cree seguro, ¡cuidado!, no caiga"
(Lc 13,1-9) "Si no os convertís, todos pereceréis"

Homilía  pronunciadas por S.S. Juan Pablo II
Homilía en el “Metro Centro” de San Salvador (6-III-1983)

--- El pecado, la raíz del mal
El cristiano cree en el triunfo de la vida sobre la muerte. Por eso la Iglesia, comunidad pascual del Resucitado, proclama siempre al mundo: “No busquéis entre los muertos al que vive” (Lc 24,5). Por eso halla en Él, en Cristo, el secreto de su energía y esperanza. En Él, que es “Príncipe de la Paz” (Is 9,6), que ha derribado los muros de la enemistad y ha reconciliado mediante su cruz a los pueblos divididos (cfr. Ef. 2,16).
Herida la humanidad por el pecado, fue desgarrada nuestra unidad interior. Alejándose de la amistad de Dios, el corazón del hombre se volvió zona de tormentas, cambio de tensiones y de batallas. De ese corazón dividido vienen los males a la sociedad y al mundo. Este mundo, escenario para el desarrollo del hombre, padece la contaminación del “misterio de la iniquidad” (cfr. Gaudium et spes, 103; cf. 2 Tes 2,7).
El hombre, creado a imagen y semejanza de Dios, con definida vocación de trascendencia, de búsqueda de Dios y de fraterna relación con los demás, atormentado y dividido en sí mismo, se aleja de sus semejantes.
Y sin embargo, no es el plan original de Dios que el hombre sea enemigo, lobo para el hombre, sino su hermano. El designio de Dios no revela la dialéctica del enfrentamiento, sino la del amor que todo lo hace nuevo. Amor sacado de esa roca espiritual que es Cristo, como nos indica el texto de la epístola de esta Misa (cfr.1 Cor 10,4).

--- La Cruz de Cristo sobre el mal
Si Dios nos hubiera abandonado a nuestras propias fuerzas, tan limitadas y volubles, no tendríamos razones para esperar que la humanidad viva como familia, como hijos de un mismo Padre. Pero Dios se nos ha acercado definitivamente en Jesús; en su cruz experimentamos la victoria de la vida sobre la muerte, del amor sobre el odio. La cruz antes símbolo de afrenta y amarga derrota, se vuelve manantial de vida.
Desde la cruz mana a torrentes el amor de Dios que perdona y reconcilia. Con la sangre de Cristo podemos vencer al mal con el bien. El mal que penetra en los corazones y en las estructuras sociales. El mal de la división entre los hombres, que han sembrado el mundo con sepulcros con las guerras, con esa terrible espiral del odio que arrasa, aniquila en forma tétrica e insensata.
El perdón de Cristo despunta como una nueva alborada, como un nuevo amanecer. Es la nueva tierra, “buena y espaciosa”, hacia la que Dios nos llama, como hemos leído antes en el libro del Éxodo (Ex 3,8). Esa tierra en la que debe desaparecer la opresión del odio y dejar el puesto a los sentimientos cristianos: “Revestios, pues, como elegidos de Dios, santos y amados, de entrañas de misericordia, de bondad, humildad, mansedumbre, paciencia, soportándoos unos a otros y perdonándoos mutuamente, si alguno tiene queja contra otro. Como el Señor os perdonó, perdonaos también vosotros” (Col 3,12).

--- El perdón
El amor redentor de Cristo no permite que nos encerremos en la prisión del egoísmo que se niega al auténtico diálogo, desconoce los derechos de los demás y los clasifica en la categoría de enemigo que hay que combatir.
Es el momento de escuchar la invitación del Evangelio de este domingo: “Si no os convertís, todos pereceréis del mismo modo” (Lc 13,3.5). Sí, convertirse y cambiar de conducta, porque -como hemos escuchado en el Salmo responsorial- Yavé “hace obras de justicia y otorga el derecho a los oprimidos” (Sal 102,6). Por eso el cristiano sabe que todos los pecadores pueden ser rescatados: que el rico -despreocupado, injusto, complacido en la egoísta posesión de sus bienes- puede y debe cambiar de actitud; que quien acude al terrorismo, puede y debe cambiar.
El sermón de la montaña es la carta magna del cristiano: “Bienaventurados los artesanos de la paz, porque serán llamados hijos de Dios” (Mt 5,9).

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