Una cuestión sacramental, para los sacerdotes que me leen


A juzgar por las estadísticas del blog, mis sabias e insulsas palabras –a veces sabías, a menudo insulsas, no pocas veces perjudiciales– llegan a los confines del mapamundi hispano y a algunos pasillos de colegios romanos. Esto último, probablemente, a causa del excesivo ocio de algunos doctorandos. Por eso, por ese público clerical, quisiera decir hoy algo acerca de un hecho que sucedió hace casi tres años. Los hechos ocurrieron en un país mítico llamado Estados Unidos.
Un seminarista que había acabado el cuarto año de teología fue diagnosticado con leucemia. Se esperó a ver si la quimioterapia lo salvaba. Pero cuando la noticia del hospital era que le quedaba poco tiempo de vida, el obispo (que debía ser muy buena persona) decidió ordenarlo sacerdote en la habitación del hospital. Vi la foto y era patente que al ordenando le quedaban pocos días de vida.
La buena intención del obispo no la pongo en duda. Pero acerca de lo acertado del hecho sí que me permito hacer algunas reflexiones teológicas ahora que ya ha pasado un año o dos.
El sacerdocio se concede siempre para los demás, para la comunidad. Nunca se confiere este sacramento como un medio de enriquecimiento espiritual para la persona, no se concede para lograr la consumación de ninguna santidad del individuo.
Imaginemos un anciano de 70 años que llama a la puerta episcopal solicitando humildemente el sacerdocio. La respuesta del obispo debe ser clara: Si el sujeto se halla en un estado de salud y fuerza física que nos lleva a estimar razonablemente que podrá ejercer el sacerdocio durante años, se le puede ordenar. Pero por más bueno, espiritual y santo que sea el sujeto si no va a poder ejercer el sacerdocio, no se le debe ordenar.
El sacramento del orden no es una medalla a una vida de servicios a la Iglesia, es un ministerio.
Algún alma bondadosa podrá decir: vale la pena ordenarlo para que celebre una misa, una sola misa. Pero si ese argumento fuera cierto, todos los viudos muy involucrados en la vida parroquial podrían aspirar a prepararse con estudios teológicos para celebrar una sola misa antes de morir. La consecuencia lógica de ese argumento podría ser que un 5% de los ancianos podrían coronar su vida laical con el sacerdocio en los últimos 5 años de su vida. El sacerdocio pasaría a ser no un modo de vida, sino una opción para culminar una existencia cristiana.
Alguien bondadoso alegará que esa persona que se ordena in extremisserá sacerdote toda la eternidad. Cierto, pero eso no le añadirá ni medio grado más de felicidad en el cielo. Felicidad que dependerá de su mérito, no del número de sacramentos que acumuló en la carrera de su vida.
Si la alta dignidad del sacramento valiera la pena recibirla únicamente por el hecho de vivir la eternidad como sacerdote, la consecuencia es que a todo moribundo se le podría conferir tan alta dignidad en el lecho de muerte. Así todos los varones podrían gozar de tan alta dignidad en la eternidad.
En el libro mío Las corrientes que riegan los cielosexpongo rotundamente que en el cielo ni haber sido Romano Pontífice ni cardenal ni arzobispo añade el más insignificante grado de felicidad en esa eternidad. Se verá como algo totalmente accidental frente al mérito que acumuló esa persona. Todos preferiríamos haber sido zapateros o criadores de cerdos antes que ser Romano Pontífice de toda la Iglesia y gozar menos en la eternidad.
La conclusión de todo lo que he expuesto es clara. Cuando un seminarista cae gravemente enfermo y va a morir, no se debe adelantar la ordenación.
Si un sacerdote muere de manera fulminante una semana después de la ordenación, la voluntad de Dios fue que se ordenara y después muriera. Pero si Dios coloca la muerte antes de la ordenación, la voluntad de Dios se ha manifestado con ese decreto.

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