La casa a la que fui a mi retiro se llama Molino Viejo. Estaba decorada como todas las casas del Opus Dei, en estilo castellano que debe ser el estilo oficial de la Obra. No sé en Japón, pero por lo menos en España es así. Era una casa sin lujos, ni por fuera ni por dentro. Pero muy bonita, porque por dentro era como un laberinto. Lo cual ayudaba a que no se hiciera pesada la estancia allí, dado que en un retiro se pasa tanto tiempo dentro del edificio.
La comida era formidable, for-mi-da-ble. Que la gastronomía sea buena en un retiro ayuda mucho. Si algo he aprendido en más de veinte años de sacerdote, es que estos pequeños trucos animan mucho al personal: una casa bonita, comida con amor, un emplazamiento con buenas vistas.
Pero lo más impresionante de todo era el oratorio. Al entrar en él, me esperaba encontrar la típica capillita pequeña y feucha. Me quedé con la boca abierta. Literalmente, se me abrió la boca de forma inconsciente.
Y, encima, los asientos eran muy cómodos. Tener asientos cómodos en la capilla es esencial para un retiro. Hay iglesias en las que si paso muchas horas me empieza a doler el trasero de un modo difícilmente resistible. La foto de hoy es de la parte del oratorio donde nos sentábamos.
Bueno, después de hablar de la relación entre mi anatomía y el retiro, creo que ha llegado el momento de hablar del elemento humano. Ahora que se os afilado los dientes es cuando toca decir: mañana seguiremos.
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