Le decían “La trompeta”
Éste era un compañero de Seminario, descendiente de una familia en la que murieron sus padres, y quedaron tres chiquillos: dos niñas y un niño, a quienes recogió una de las señoras más ricas de Guadalajara; les dio buena comida, sábanas de seda y los puso en buenos colegios.
Sin embargo, el Felipillo travieso se fugó y fue a dar a México, la Capital, a batallarle, a dormir en la calle, en las banquetas, literalmente, como un perrillo sin dueño. Como que primero anduvo de maletero en una Central de Camiones, y de ahí quién sabe en cuántas trapacerías, hasta que un señor, carpintero de oficio, le dio un buen trabajo, de acuerdo a sus habilidades.
Empezaban a usarse en aquel tiempo los aparadores en las tiendas, los expositores en las fotografías, y cosas de esas, de modo que él se especializó en eso, aparte de todas las mañas de los anteriores trabajos en los que había andado.
Un día, le contó un amigo que tenía una tía muy rica en Guarímaro; que a él, cuando cumplía años, lo llevaba a una parte escondida de la casa y le mostraba tres cajitas llenas de monedas de oro y de plata, y que le decía: “Agarre de las que quiera, pero nomás una”. Cosa muy buena de imaginarse, pues.
Así, de México se vino a Guarímaro, que está en Michoacán, y después de pasar muchas partes llegaron al Crucero de Guarímaro, donde debieron esperar hasta muy tarde, cuando pasaba el último camión, en el que no encontraron lugar adentro, más que afuera y arriba del camión, en lo que llaman parrilla, entre costales, velices y gallinas, y oyendo la misma canción: una polka que se llama “Me voy para San Diego”.
Por fin llegaron a Guarímaro como chinches de mesón, forrados de polvo y llenos de hambre. Pronto dieron con la parienta rica, según su amigo. Y sí, era una casa grande, pero ya cayéndose. La viejita estaba acostada, sin alguien que le diera de comer. Se asomaron a la cocina, pero no había ni ceniza. Buscaron por todos lados algo qué comer, y nada. Sólo vieron unos guayabos que tenían muy verdes las guayabas, por cierto. Pero, por aquel camino largo y honda el hambre, les cayeron mal esas guayabas tiernas. Entonces el amigo pensó que era justo recurrir al señor Cura para que le procurara de comer a su gente.
El Felipillo, que ya había crecido y era Felipe, en cuanto se repuso se vino de una vez a Guadalajara para ver a sus hermanas. Aquí también ya empezaban a hacer aparadores y expositores de fotos. Había mucho trabajo por todas partes. Por ahí lo encontró un amigo que andaba en un Movimiento religioso y lo invitó a una fiestecita sencilla de la Acción Católica, con pozolito, tostadas, enchiladas, etcétera, y le fue gustando la cosa, de tal manera que al poco tiempo se fue al Seminario.
También le gustó esa vocación, de modo que se quedó, y ahí fue donde le nacieron las ganas de ser Sacerdote. Es más, ya estaba medio añejillo. En el Seminario había tres Secciones de alumnos: los de “A”, que eran los más chiquillos, y a quienes llamaban “Chupones”; los un poquito más grandecitos, que eran los de “C”, y los más grandes, de “B”, a los que decíamos “Bastones”.
Lo cierto es que este Felipe traía muchas mañas de la Capital, de sus imprentas y otros trabajos de allá y de aquí, de tal suerte que le costaba mucho someterse al Reglamento, a las filas, el silencio, el orden y la disciplina. Igual nos costaba a todos los que llegamos. ¡Imagínense nomás, dejar los huaraches y entrar en un Seminario!
Un día, de plano, estaba el Coadjutor al frente de la fila, esperando que dejaran de platicar y se formaran en orden. Ya desesperado, les dijo: “Miren, las Parroquias a las que vayan después como Sacerdotes, tienen en ustedes su esperanza, lo mismo que los Padres que los trajeron, sus mismos familiares, el propio Seminario”. Y se le rodaron las lágrimas. ¿Por qué no hacían caso?
Y uno de esa bolita reacia y medio desordenada era un compañero que se llamaba Fructuoso, un huicholón al que le habían comprado botas mineras para todo tiempo: aguas y secas, y un chamarrón como peludo, bueno para todo: frío y calor. Estaba muy callado, oyendo al Seminarista Mayor, que era nuestro Coadjutor, y le dijo, muy corto y seco: “A ver cuándo vuelve para que nos dé otra lloradita”. Amenazó el Coadjutor con irse del Grupo, pero no faltó quién lo animara y se quedara.
Cuando subieron los bonos de Felipe, que por sobrenombre le pusieron “La trompeta”, por el tiple fuerte de su voz, fue cuando arregló la Ropería, un espacio de pequeños cuchitriles donde guardábamos de todo: desde los zapatos de futbol y otros enseres, hasta cosas de comer que nos traían de nuestras casas. Era a veces una revoltura hasta maloliente. Pero, con los conocimientos de carpintería que se traía, Felipe dejó la Ropería muy bien; “de lujo”, como se decía entonces.
A poco tiempo se perdió durante todo un día, preocupando al Padre Prefecto y al Coadjutor, y no apareció hasta en la noche. Por ahí había arrumbado un cuarto de tiliches: camas, buroes, pupitres y todas esas cosas que van sobrando. Felipe se halló un armonio viejo, al que le arregló los pedales y todo lo que pudo. Y no les miento, pero ya salió tocando. Tenía una capacidad tremenda para todo lo que se aplicaba. Al ver eso, el Prefecto ni lo regañó.
Después se dio otra perdida, y en esa perdida salió ya escribiendo bien en una máquina desvencijada y olvidada que él arregló.
Nomás, eso sí, en la disciplina mal y mal. Ya tenía cansado al Prefecto, pues lo descontrolaba platicando con él toda la noche. No había disciplina que lo amoldara.
Un día fueron hasta la Casa del Prefecto a llevarle un Tesoro Espiritual que habían hecho los alumnos por el Día de San Francisco. Los recibió la hermana y les preguntó a quién buscaban. “Al Padre Francisco Villalobos”, le respondieron. Entonces ella le habló al Padre: “Raúl, aquí te buscan unos muchachos”. Entonces echaron de ver que no eran oportunos, pero de todos modos le presentaron a San Francisco con su Tesoro Espiritual. El Padre Prefecto les dijo que su Santo era Raúl, pero Felipe repuso: “Ah, nomás que por el otro lado tiene a San Raúl”. El festejado les corrigió: “No, no es San Raúl, es San Antonio”. Y todo terminó en fiesta, riendo, platicando y tomándose un refresquito.
El caso es que nuestro amigo Felipe decidió salirse del Seminario; pero, igual de inquieto, resultó por allí cantando en los coros de las iglesias, hasta que en una de ellas le gritó el Padre desde el Altar: “Oye, ¡qué feo cantas!”, y él le contestó: “Usted ha de cantar muy chulo”. Tenía, además, su carpintería en un espacio que le prestaron. Felipe le puso “Los cuatro vientos” porque se le metía el aire por todos lados. Seguía siendo muy trabajador.
En cierta ocasión, “por recomendación”, le llegó un señor muy rico para que le hiciera un trabajo muy interesante y bien remunerado. Con otro compañero, fue a ver y quedaron de verse de nuevo. Pero cuando Felipe le pidió el domicilio, el cliente le dijo: “Antes se llamaba Calle del Sur; pero ahora, como a cualquier pendejo le dan una calle, se llama un tal Alfredo R. Placencia”.
¡Ah, no le hubiera dicho eso! Felipe se le fue a la brava al señor aquel y le dijo: “Pendejos como usted abundan. El Padre Alfredo R. Placencia es de lo mejor de la poesía no oficial en México. ¡Quédese con su trabajo, yo no le hago nada!”
Luego de andar por puebluchos dando clases, se casó con una Directora de Escuela. Después se lo recomendaron al Padre Jesús Jiménez, y éste lo recomendó con el señor Servitje, dueño de la Panificadora Bimbo. Y es que todo lo que le mandaba el Padre Jiménez, el señor Servitje lo recibía a ojos cerrados.
A escaso tiempo de entrar a la Bimbo, platicó con el Sr. Servitje y le planteó de lleno: “¿Por qué nomás hacemos pan de caja; por qué no hacer panes de sabores, panecillos y otra clase de biscochos y pastelillos?”… Y por eso ahora hay tanta variedad de eso.
Fue cuando el Sr. Servitje lo mandó a trabajar en una Planta que tenía para surtir Sinaloa y Sonora. No duró mucho por allá y se vino a Guadalajara para incorporarse a un Partido de oposición “porque la gente está como adormecida y cada vez más y más tonta”, según repetía convencido. Fueron dos los Partidos que lo alinearon en sus filas y le ofrecían candidaturas y puestos que él rechazó, argumentando: “No saben ustedes lo dormida que está la gente, lo ignorante y ajena a esas cosas. Eso es lo que más me importa: respetar y despertar a la gente”.
Y un día, arreglándole la llanta a su Combi vieja, murió dizque en un “accidente”. Otro vehículo que por ahí pasó lo atrinchiló contra la llanta que él arreglaba.
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