Juan María Salvatierra y Visconti
Pbro. Lic. Tomás de Híjar Ornelas
Cronista de la Arquidiócesis
de Guadalajara
El 17 de julio de 1717, en el Colegio de Santo Tomás de Guadalajara, dejaba de existir, a la edad de 69 años, uno de los hombres más benéficos de todos los tiempos: el religioso jesuita Juan María Salvatierra, Apóstol de las Californias, labor a la que dedicó las dos últimas décadas de su vida, y cuyas misiones dejó tan asentadas que las establecidas entre él y el P. Juan de Ugarte son el principio de una ruta que entre 1697 y 1823, desembocando en San Francisco Solano de Sonoma, sostendrá el Camino Real de California con 54 centros misionales que hoy en día son capitales y ciudades de mucha importancia, unido todo ello a la obra del misionero Eusebio Francesco Kino (1645 1711), también explorador, cartógrafo, geógrafo y astrónomo, evangelizador de lo que hoy es el noroeste de México y el Suroeste de los Estados Unidos, y creador de una red de 20 misiones o visitas.
Devoción lauretana
En nuestros días, empotrada en el muro poniente del patio principal del Museo Regional de Guadalajara, hay una antigua inscripción que dice: “Reinando don Carlos II, Rey de las Españas, y siendo Presidente y Gobernador de la Nueva Galicia don Alonso Ceballos y Villagutiérrez, se puso esta primera piedra en la Santa Casa de Nuestra Señora de Loreto en 30 de abril. Año 1699”. Se trata de un recuerdo de una obra material, hoy reducida al uso de hemeroteca, del trienio en el que el Padre Salvatierra fue rector del colegio jesuítico tapatío pero también del inmueble que le servirá.
En mancuerna con
otro coloso
Lo que el Padre Kino fue para Sonora entre 1687 y 1711, Salvatierra lo repitió en la Baja California Sur entre 1697 y 1717, poniendo en práctica una década de experiencia misional que lo mantuvo en la tarahumara cumpliendo el sueño que a los 17 años de edad le llevó a desentenderse de una vida mundana y promisoria, en el seno de una familia aristócrata radicada en Milán y con lazos de sangre con los Duques de ese título.
Ya profeso como jesuita, el joven Salvatierra (y Visconti, su apellido materno), fue enviado a la Nueva España, donde se ocupó un tiempo en el magisterio y lo más de él en las misiones, comenzando en Chínipas lo que con especial impulso y a ruegos del P. Kino, emprenderá en la Baja California con fundaciones que teniendo como madre la misión de Nuestra Señora de Loreto Conchó se extenderán en las de San José del Cabo Añuití, Santiago de Los Coras, Todos Santos, Nuestra Señora del Pilar de La Paz Airapí, San Luis Gonzaga Chiriyaqui, Nuestra Señora de los Dolores del Sur Chill, San Juan Bautista Malibrán, San Francisco Javier de Viggé-Biaundó, San José de Comondú, La Purísima Concepción de Cadegomó, San Bruno, Santa Rosalía de Mulegé, San José de Magdalena, Nuestra Señora de Guadalupe de Huasinapi y San Ignacio Kadakaamán.
Para entender lo que ello supuso
Salvatierra en las Californias no sólo se echó a cuestas una obra civilizadora no obstante el muro de la geografía más hostil para ello, el desierto, sino que aun sobreponiéndose a lo humanamente razonable (en especial la falta de dinero para sostener las misiones), que es como decir, armándose de esfuerzos abnegados y heroicos, se entregó en cuerpo y alma e indujo a muchos a imitarlo, a suavizar las condiciones de vida de los indios que ahí subsistían, para lo cual habrá de establecerse el Fondo Piadoso de las Californias, rentas y capital en circulante que sostendrán estos y subsecuentes proyectos.
Cuando en 1915 el gobernador carrancista Manuel M. Diéguez, dentro de las acciones barbáricas anticlericales, disponga la destrucción del Colegio de Santo Tomás y del presbiterio del templo de La Compañía, los restos del Padre Salvatierra serán depositados en el de San Felipe Neri, aunque hasta hoy desconozcamos dónde.
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