Homilía Domingo 10º t.o. (A) Santísima Trinidad

(Cfr. www.almudi.org)

 
 
 


(Ex 34,4b-6.8-9) "Tómanos como heredad tuya"
(2 Cor 13,11-13) "Tened un mismo sentir y vivid en paz"
(Jn 3,16-18) "El que cree en Él no será juzgado"

Homilía I con textos de homilías pronunciadas por S.S. Juan Pablo II
Homilía de ordenación sacerdotal en Sión, Suiza (17-VI-1984)

--- Misterio de Dios Uno y Trino
“Sursum corda”: ¡”Levantemos el corazón”!
Hoy el corazón de la Iglesia reacciona con un fervor particular ante esta invitación que introduce la plegaria eucarística. Hoy podemos responder con una intensidad de fe muy especial: “Habemus ad Dominum”: ¡”Lo tenemos levantado hacia el Señor”!
Contemplemos en la fe el misterio de Dios. Nuestra fe se vuelve precisamente hacia Él. Un misterio insondable. Dios es Dios, el Ser más allá de todo lo que podemos concebir, más grande de lo que pueda imaginarse el hombre. La revelación cristiana sólo en parte levanta el velo que oculta su vida íntima, pero guía nuestra fe hasta los umbrales de un misterio más profundo: la unidad de la Trinidad. El que es Dios único es al mismo tiempo Padre, Hijo y Espíritu Santo. Cada una de las personas divinas es increada, inmensa, eterna, todopoderosa, Señor; y, sin embargo, no hay más que un Dios increado, inmenso, todopoderoso, Señor. “El Padre no ha sido hecho por nadie; no es ni creado, ni engendrado; el Hijo viene sólo del Padre; no ha sido hecho ni creado, sino engendrado; El Espíritu Santo viene del Padre y del Hijo; no ha sido hecho, ni creado, ni engendrado, sino que procede de ellos”. Así se expresa una antigua profesión de fe (el llamado símbolo de San Atanasio). Este Dios de infinita majestad que se manifiesta a Moisés y se mantiene dentro de la misteriosa nube, este Dios trascendente que revela su insondable vida, la ternura de su infinito amor, nos permite acercarnos a Él, le adoramos, prosternados ante Él. En la fe se nos ha dado la dicha de contemplar en Él a la Santísima Trinidad, antes de la plena visión de su gloria.

--- Amor de Dios
“Bendito sea Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo” (Ef 1,3). “Tanto amó Dios al mundo, que le dio su Hijo unigénito” (Jn 3,16). Mediante su Hijo, no sólo ha revelado su nombre, su gloria como en una epifanía de Dios que le manifiesta de manera única, sino que ha mostrado para con nosotros su ternura, su misericordia, su amor, su fidelidad, bastante más allá de lo que Moisés podía entrever: “Nos ha destinado por adelantado a ser hijos por Jesucristo”, “a ser su pueblo” (cf. Ef 1,5.11). Nuestra adoración, nuestro canto de alabanza es al mismo tiempo una acción de gracias por este “don gratuito del que nos ha colmado en su Hijo bien amado”. Pues “el primer don hecho a los creyentes” es el del Espíritu, que continúa la obra del Hijo y “lleva a la perfección toda santificación” (cf. Plegaria Eucarística IV), el Espíritu que confiere a la Iglesia la unidad del Cuerpo, la llama a manifestar a los hombres la salvación, pues por Él la habita la presencia de Dios.

--- Sacerdocio real
“Tú harás de nosotros un pueblo que te pertenezca” (Ex 34,9).
“Bendito seas, Señor, Dios de nuestros padres, digno de alabanza y ensalzado por los siglos” (Dan 3,52). La luz de la fe nos permite elevarnos hoy con el espíritu y el corazón al misterio inescrutable de Dios, a su inaferrable unidad trinitaria. Del seno de esa Trinidad Santísima vino el Hijo de Dios a la humanidad: La Palabra eterna de Dios se hizo hombre, hijo de la Virgen María. Por su muerte en la cruz y por su resurrección descendió sobre los Apóstoles y permanece ahora presente en la Iglesia el Espíritu de Santidad.
De esta misión del Padre y del Espíritu brota la misión salvífica de la Iglesia. De la misión del Hijo, el Siervo de Dios, que recibió la unción profética, nace, en el Espíritu santo, el “sacerdocio real” de todos los bautizados.
Por su ministerio de servicio todo el Pueblo de Dios participa en el sacerdocio de Jesucristo, el único mediador entre Dios y los hombres

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