Dios en nosotros, nos muestra su misericordia y ternura y nos enseña que vivir es amar
“En aquel tiempo dijo Jesús a Nicodemo: -Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna. Porque Dios no mandó a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. El que cree en él, no será condenado; el que no cree, ya está condenado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios” (Juan 3,16-18).
1. La Trinidad aparece como misterio de vida y de amor, es la gran revelación de la identidad de Dios. La vida cristiana está imbuida en la alabanza al nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, desde el bautismo hasta la Eucaristía en la que proclamamos nuestra participación en el misterio Pascual (muerte, resurrección y bienaventuranza eterna). Dios no vive sólo: “nuestro Dios, en su misterio más íntimo, no es una soledad, sino una familia, puesto que lleva en sí mismo paternidad, filiación y la esencia de la familia, que es el amor” (Juan Pablo II).
En toda esta Pascua hemos visto que no es nuestro Dios un ser metafísico (solamente el “Soy el que soy”) sino que Yavhé significa también en futuro: “Soy con vosotros, seré” con el Emmanuel y el Espíritu Santo, un Dios que es lo más íntimo de mi ser, en sus tres personas, por su gracia: las procesiones divinas que intuía S. Agustín y ahora son –por las misiones del hijo y Espíritu Santo- vida nuestra, torrente de vida y calor, plenitud y felicidad, en un derramarse de Amor en nosotros (Jesús Azcárate). Es la inhabitación de la S. Trinidad en nuestra alma: “¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu Santo habita en vosotros” (1 Co 3,16).
“La fe cristiana no achica el ánimo, ni cercena los impulsos nobles del alma, puesto que los agranda, al revelar su verdadero y más auténtico sentido: no estamos destinados a una felicidad cualquiera, porque hemos sido llamados a penetrar en la intimidad divina, a conocer y amar a Dios Padre, a Dios Hijo y a Dios Espíritu Santo y, en la Trinidad y en la Unidad de Dios, a todos los ángeles y a todos los hombres” (San Josemaría Escrivá).
El dialogo Jesús-Nicodemo está centrado en la necesidad de nacer de nuevo y de arriba, es decir del espíritu. Nicodemo, miembro fariseo del sanedrín, es el prototipo del judío piadoso preocupado por la cuestión de la salvación, en definitiva por el problema central de todo hombre: el sentido. El fragmento que leemos es la parte final del diálogo iniciado entre Jesús y Nicodemo.
La respuesta fundamental del cristiano en el nuevo milenio será afirmar el amor de Dios que sobrepasa toda esperanza y toda comprensión humanas. No se puede concebir nada mayor que el hecho de que Dios es un exceso de amor, es «más grande de lo que puede ser pensado» (San Anselmo).
“El Padre no ha sido hecho por nadie; no es ni creado, ni engendrado; el Hijo viene sólo del Padre; no ha sido hecho ni creado, sino engendrado; El Espíritu Santo viene del Padre y del Hijo; no ha sido hecho, ni creado, ni engendrado, sino que procede de ellos”. Así se expresa una antigua profesión de fe (el llamado símbolo de San Atanasio). “Este Dios de infinita majestad que se manifiesta a Moisés y se mantiene dentro de la misteriosa nube, este Dios trascendente que revela su insondable vida, la ternura de su infinito amor, nos permite acercarnos a Él, le adoramos, prosternados ante Él. En la fe se nos ha dado la dicha de contemplar en Él a la Santísima Trinidad, antes de la plena visión de su gloria” (Juan Pablo II).
Dios sólo es Padre, vida, amor, que salva. Lo que sucede es que el Padre no impone la salvación que nos envía por medio de Jesús: no la impone, sólo la ofrece. Porque su salvación es efecto de su amor. Y el amor respeta siempre la libertad de la persona humana; no sólo la respeta: la busca, la potencia. Y en el uso soberano de esa libertad, el hombre podrá aceptar o rechazar la salvación que el Padre le ofrece. Su amor es infinito, sin medida y no espera ser correspondido... al modo humano. La calidad del amor que Dios ofrece se pone de manifiesto en la entrega de su Hijo: es un amor que tiene un objetivo, una finalidad clara: la salvación del mundo de los hombres.
"El que cree en él, no será condenado; el que no cree, ya está condenado": ¿Cuál es este juicio? La perspectiva juánica es la de una escatología que se realiza en el presente. Con referencia a la fe en el Hijo, los hombres están en las tinieblas de la condena u obtienen la vida eterna. Es un juicio atípico, no se trata de premiar al justo y castigar al culpable. El dato es que Dios ama: pero la aceptación de este amor es libre. La condena es la otra cara del amor. La culpa no es de Dios, sino del que no cree en el Hijo. La incredulidad es una autocondena (J. Naspleda). Por eso, es quizás el v. más importante de todo el cuarto evangelio, la clave de su comprensión: la afirmación clara y terminante del amor de Dios como la causa verdadera, última y determinante de la presencia de su Hijo en el mundo: -La intención más clara y determinante de Dios es que el mundo se salve. -Jesús vino como salvador. Pero quien no lo acepta como el Hijo de Dios, se condena a sí mismo al rechazar la salvación que le ha sido ofrecida. Criterio según el cual se llevará a efecto el juicio: la fe. El que cree no es juzgado. El que no cree ya está juzgado. Por no haber creído en Jesús como la prueba máxima del amor de Dios.
2. –Moisés pronunció el nombre del Señor: “Señor, Señor, Dios compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia y lealtad”. Dios tiene misericordia y ternura para con los suyos, y por fidelidad a sus compromisos. Pero, no obligándole ya porque el pueblo había roto el pacto, la fidelidad a sí mismo le aboca al perdón generoso, a rehacer la dignidad de los elegidos. Claro está que éstos deben convertirse; han de ser responsables de una nueva vida. La misericordia de Dios viene destacada también por un amor de madre, según lo del profeta: aunque una madre se olvidara de su pequeño, Dios nunca se olvidará de Israel.
“Moisés al momento se inclinó y se echó por tierra. Y le dijo: -Si he obtenido tu favor, que mi Señor vaya con nosotros, aunque ése es un pueblo de cerviz dura; perdona nuestras culpas y pecados y tómanos como heredad tuya”.
Ante un Dios tan bueno, proclamamos con el salmista: “Bendito eres, Señor, Dios de nuestros padres; a ti gloria y alabanza por los siglos. Bendito tu nombre santo y glorioso; a él gloria y alabanza por los siglos. Bendito eres en el templo de tu santa gloria. Bendito eres sobre el trono de tu reino. Bendito eres tú, que, sentado sobre querubines, sondeas los abismos. Bendito eres en la bóveda del cielo”. El himno de los tres jóvenes del libro de Daniel es una letanía que canta la gloria de Dios, este Dios trascendente, pero que se hace presente en la historia de los hombres: es el "Dios de nuestros padres", está presente en "el templo de tu santa gloria", a la vez que se sienta "sobre el trono de tu reino". Fue compuesto hacia el año 164, en plena "persecución" de Antíoco Epífanes, tres años después de la "profanación del Templo", e Israel "resiste", hasta el martirio, con las armas, y la sublevación de los "Macabeos"... Los creyentes afirman con fortaleza que "sólo Dios es Dios".
El "canto de las criaturas" es una convocación de todo lo creado que da gloria a su Creador. Hoy se idolatra no tanto el cosmos como el dinero y el poder… No tratemos de encerrar a Dios en nuestras definiciones: "los conceptos crean los ídolos de Dios, dice San Gregorio de Nisa, sólo la admiración puede comprender algo". Hay que dejarse simplemente deslumbrar, no ver nada más. Otro padre de la Iglesia escribe: "los misterios se revelan más allá de todo conocimiento, aún más allá de lo incognoscible, en las tinieblas más que luminosas del silencio" (Denys).
La alabanza de los tres jóvenes al Dios salvador prosigue, de diversas maneras, en la Iglesia. Por ejemplo, san Clemente Romano, al final de su primera carta a los Corintios, inserta una larga oración de alabanza y de confianza, llena de reminiscencias bíblicas, que tal vez es un eco de la antigua liturgia romana. Se trata de una oración de acción de gracias al Señor que, a pesar del aparente triunfo del mal, dirige la historia hacia un buen fin. He aquí una parte de dicha oración: "Abriste los ojos de nuestro corazón (cf. Ef 1, 18), para conocerte a ti (cf. Jn 17, 3), el solo Altísimo en las alturas, el santo que reposa entre los santos.
A ti, que abates la altivez de los soberbios (cf. Is 13, 11) deshaces los pensamientos de las naciones (cf. Sal 32, 10), levantas a los humildes y abates a los que se exaltan (cf. Jb 5, 11). Tú enriqueces y tú empobreces. Tú matas y tú das vida (cf. Dt 32, 39). Tú solo eres bienhechor de los espíritus y Dios de toda carne. Tú miras a los abismos (cf. Dn 3, 55) y observas las obras de los hombres; ayudador de los que peligran, salvador de los que desesperan (cf. Jdt 9, 11), criador y vigilante de todo espíritu. Tú multiplicas las naciones sobre la tierra, y de entre todas escogiste a los que te aman, por Jesucristo, tu siervo amado, por el que nos enseñaste, santificaste y honraste".
3. “Hermanos: Alegraos, trabajad por vuestra perfección, animaos; tened un mismo sentir y vivid en paz. Y el Dios del amor y de la paz estará con vosotros. Saludaos mutuamente con el beso santo. Os saludan todos los fieles”. En nosotros está la imagen de Dios Trinidad, sobre todo en el hombre interior. En San Agustín esa imagen está sobre todo en las potencias espirituales de la persona: memoria, inteligencia, amor: “No digo: 'el Padre es la memoria, el Hijo el entendimiento, el Espíritu Santo la voluntad'. No lo afirmo; de cualquier manera que se entienda, no me atrevo. Dejemos estas cosas mayores para quienes puedan comprenderlas; débiles, hemos dicho lo que pudimos a otros débiles también... Las restantes cosas que deberían añadirse para completar vuestros conocimientos, pedídselas al Señor". Aunque eso apuntaba el santo, no se atreve ahí a ahondar en el misterio insondable… en el que cuanto más nos adentremos en sus riquezas más podremos conocernos también a nosotros mismos. La Virgen, hija de Dios Padre, Madre de Dios Hijo, Esposa de Dios Espíritu Santo, nos ayude a gozar de ese don de la inhabitación de la Trinidad en nuestro corazón.
Llucià Pou Sabaté
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