Juan López Vergara
El Evangelio que nuestra madre Iglesia dispone para hoy, revela que Jesús confía su misión únicamente a quienes están dispuestos a amarlo incluso más que a su propia vida, y termina con una significativa anotación eclesial alusiva de la vocación misionera de todos y cada uno de los integrantes de la comunidad (Mt 10, 37-42).
¡Cuestión de prioridades!
La decisión en favor de Jesús debe imponerse: “El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; el que ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí” (v. 37). La lealtad a Jesús ha de superar cualquier otra, aún la familiar. Es una sorprendente alternativa, pues en tiempos de Jesús, la familia era el grupo social que daba sentido a la vida.
Acoger a Jesús implica hacer una elección radical, hasta en los afectos más significativos, no para abandonarlos, sino para ordenarlos. Sólo quien haga de su relación con Jesús la parte esencial de su vida conseguirá dar a todas las relaciones humanas el sentido y orientación justos.
¡Cuestión de prioridades
La exigencia del nuevo amor
Jesús declara: “El que no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí. (v. 38). El desprendimiento de sí mismo y la entrega a Jesús por parte del discípulo implican una medida extrema: ‘Tomar la cruz’. Es una expresión metafórica de la disposición para morir, exigida por Jesús para ser dignos de El.
El tercer dicho sentencia que la vida debe ser conquistada, lo cual acontece cuando la perdemos (véase v. 39). La adhesión a Jesús supone un doble movimiento: ‘perder’ para ‘encontrar’. Esto es verdad en cuanto a la vida y, también, en cuanto a las relaciones humanas: al desligarse de unas, se encuentran otras (compárese Mt 12, 49-50).
La exigencia del nuevo amor precisa que salgamos de nosotros mismos con una nueva orientación: Seguir a Jesús.
“A uno de estos pequeños, por ser discípulo mío”
El apóstol enviado representa a Jesús que lo envía, como Jesús representa al Padre que lo envió: “Quien los recibe a ustedes me recibe a mí; y quien me recibe a mí, recibe al que me ha enviado” (v. 40). Jesús menciona tres casos: el ‘profeta’, con la encomienda de hablar en nombre de Dios; el ‘justo’, con la recomendación de su conducta; y, los ‘pequeños’, con el título de la preferencia divina (véanse vv. 41-42).
La importancia de los pequeños se manifiesta porque no se extravía ni la más insignificante obra que se haga por ellos “quien diere, aunque no sea más que un vaso de agua fría a uno de estos pequeños, por ser discípulo mío, yo les aseguro que no perderá su recompensa” (v. 42). Jesús enseña que los pequeños tienen el mismo valor que los profetas o los justos por formar parte de la comunidad de discípulos.
El padre Miguel Rodríguez García, biblista ejemplar, maestro de muchas generaciones, aunque luego con esa chispa tan suya, se queje de que le echemos la culpa, nos enseña que esos pobres de espíriu, de quienes Jesús dice que se aventuran bien en la expansión de su proyecto de vida (véase Mt 5, 3), son los pobres de sí mismos, decididos a no ponerse por encima de los demás. En nuestro mundo que nos incita a competir, el pobre de espíritu quiere compartir. ¡Qué preciosa interpretación!
En este pasaje del santo Evangelio se nos revela un amor nuevo, sobrenatural, que nos conduce a amar a nuestros seres más queridos en Jesús y por amor a Jesús.
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