Por Fernando Pascual |
Al contemplar el mundo, es posible despertar una mirada creyente. En ella se descubren continuamente maravillas de Dios.
Hay maravillas en los valles y las montañas. Flores y águilas, saltamontes y mariposas, liebres y cigarras, topos y abejorros.
Hay maravillas en los mares y ríos. Cangrejos y truchas, mantas y anémonas, sardinas y cisnes.
Hay maravillas entre las casas de un pueblo. El olor a oveja de un establo, el silencio de los tilos en la calle principal, la silueta del campanario con sus nidos de cigüeñas.
También en las ciudades el mundo desvela aspectos magníficos. Edificios y museos, farolas y puentes, escaparates y bibliotecas.
Entre tantas maravillas, nos sorprende esa creatura que es, además, hijo. Cada ser humano, niño o anciano, rico o pobre, de aquí o venido de fuera, encierra un tesoro que viene del mismo Dios.
No siempre es fácil reconocer tantas maravillas. A veces, porque vivimos ahogados por las prisas. Otras veces, porque nos fijamos más en las espinas que en las moras de un zarzal.
Una mirada atenta, contemplativa, abre horizontes, desvela bellezas magníficas, incluso sabe rescatar lo bueno en quien vive cubierto de miedos o de pecados. La conversión es posible para todos.
Esa mirada también desvelará las maravillas que Dios ha hecho en mi propia vida y las que anhela realizar si me abro a su Amor, si aprendo a pedir perdón y a perdonar, si rompo con mis egoísmos y me lanzo a servir a mis hermanos.
Las maravillas de Dios rodean mi vida. Entre esas maravillas, brilla una cruz que me permite reconocer el Amor de Cristo y me conduce, si me dejo, suavemente a la maravilla de las maravillas: encontrarme, para siempre, con Dios en el paraíso que ha preparado para agasajar a sus hijos…
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