Por Gilberto Hernández García |
Estos días estamos celebrando el 206 aniversario del inicio de la lucha de Independencia de México (16 de septiembre de 1810); y como siempre, llegado “el mes patrio”, la ocasión suele ser aprovechada para los más diversos fines, que van desde la exaltación de la identidad y el espíritu mexicano, la comunicación de un discurso patriótico o nacionalista, que invita a defender la soberanía del país frente a “potencia externas”, hasta el fomento de un consumo desmedido para celebrar que somos un país libre.
Sin embargo, la fecha se antoja para seguir haciendo una reflexión sobre las ventajas de ser una nación que puede autodeterminarse y, también, sobre la situación por la que atraviesa el país.
Mirar con ojos de fe
La historia patria, incluso con sus hechos complejos y sangrientos, debe mirarse “con ojos de fe”. Guardar memoria o hacer memora –conmemorar– no es sólo un ejercicio mental, sino que implica también el discernimiento necesario para aprender de esos acontecimientos y proyectar de manera creativa el futuro.
Hace seis años, cuando estábamos celebrando el Bicentenario de la Independencia, el Cardenal Alberto Suárez Inda decía que, para nosotros los creyentes, no es que hubiera dos historias: una secular y otra salvífica; ambas realidades son una unidad que se entreteje y en ese devenir es que Dios va obrando la plenitud de la historia, de la creación, de su proyecto de salvación, el Reino. Decía el también Arzobispo de Morelia que “de manera sorprendente y misteriosa se van realizando los designios de Dios, con la cooperación de los humanos. La historia de la salvación refleja la fidelidad del Señor por encima de todas nuestras infidelidades y pecados”.
Hoy, luego de más de 200 años del sueño de una patria diferente que concibieron los “insurgentes”, donde los hijos de estas tierras pudieran tener las oportunidades para realizarse, definir su futuro y ser felices, hay situaciones que dan razón de que hay mucho todavía por trabajar en ese objetivo.
Hombres como José María Morelos y Pavón, sacerdote y humanista, lanzaban la mirada a futuro y, con la inspiración de los valores den Evangelio, esbozaban el proyecto de una nación donde el reconocimiento de la dignidad de los seres humanos, hombres y mujeres, y el bien común, fueran el centro y principal cometido de las autoridades. Ahí está su famoso manifiesto “Los sentimientos de la Nación”.
¿Independencia?
Hoy en día es muy difícil hablar de “independencia” o “soberanía nacional” en un mundo globalizado, donde la mayoría de las decisiones para la creación de políticas públicas está condicionada por las directrices que dictan los grandes organismos internacionales, particularmente los financieros.
Es una realidad que los países no pueden subsistir sin la necesaria interrelación con las demás naciones. Los bloques o zonas económicas, los tratados de libre comercio –generalmente con reglas desventajosas para los países menos desarrollados- han sido necesarios en la lógica del sistema neoliberal. Curiosamente circulan los capitales y productos –para beneficio de algunos pocos- pero la solidaridad y la cooperación humanitaria aún tienen muchas trabas.
A este escenario de la economía global México se ha sumado de manera decidida desde hace más de veinte años, sin embargo su población no ha gozado de los beneficios anunciados con “bombo y platillo” por los gobernantes. Según las mismas cifras oficiales del gobierno más de la mitad de los mexicanos viven en el umbral de la pobreza. Después de todo la pobreza también esclaviza, somete y crea dependencias.
Hablar aquí y ahora de nuestra independencia nacional implica repensar el país que tenemos y el que soñamos. Nación de grandes riquezas naturales, de gran potencial económico, social, cultural, religioso y que, sin embargo, no alcanza a dar los pasos suficientes para generar bienestar, respeto, dignidad reconocida y promovida para todos.
Muchos son los desafíos que nos presenta la historia contemporánea en México: la violencia generada por el crimen organizado y la inseguridad que ello ha generado; la situación de pobreza –y miseria- en la que subsisten aún muchos millones de mexicanos; una corrupción que ha infectado desde siempre a la clase política –desde su cabeza, el Presidente de la República- y que ha extendido sus tentáculos a muchos ambientes de la sociedad; en pocas palabras, una crisis de humanidad, en donde la actuación del gobierno se ha convertido en una simulación y de cinismo en la actuación en el campo de la violación de los derechos humanos.
Celebrar a México, conmemorar la gesta independentista implica repensar el proyecto de Nación que soñamos. Hace más de 200 años un puñado de hombres, inspirados en su fe católica, encontraron la conexión entre el querer de Dios –la felicidad, el bienestar de sus hijos- y la realidad por la que atravesaba la Nueva España y se dieron cuenta que había situaciones insostenibles, y actuaron en consecuencia. ¿Cuál debe ser el papel de los cristianos –pastores y fieles- en estos momentos difíciles por los que pasa nuestra Patria? Urge repensar México.
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